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lunes, 20 de septiembre de 2010

Opinión

La democratización del infierno
Estampas chihuahuenses para celebrar el Bicentenario
 
 Por Alfredo Espinosa

1.- ¿A qué deidad ofrendan sus muertos los sicarios en el altar de la sangre? ¿Qué propósitos tienen sus vidas? ¿Qué impulsos se sosiegan en la saña de la tortura aplicada a sus adversarios? ¿Corre en ellos la remota sangre de algún apache, de los mercenarios que participaron en las Contratas de la sangre, de quienes fusilaron al Padre de la Patria y lo decapitaron para exhibir su cabeza en la plaza pública, de los Dorados de Villa que hicieron de la pistola una ley todavía más desalmada que aquella contra la cual se levantaron? ¿O simplemente se les impone una circunstancia implacable y se comportan con la ferocidad de los militares, los gángters políticos, los policías, o del presidente Calderón?
Muchachos que crecieron en la calle, sin familia, con dinámicas disfuncionales, sin guías ni ejemplos, sin escuela, sin empleo ni futuro. Tuvieron de herencia una red de agujeros. Y un añejo pedigrí de perros de pelea. Torcidos. En Chihuahua, un estado donde reina la impunidad, la ineficacia, la insensibilidad. De pronto, una droga (alcohol, inhalables, mariguana, pastillas, cocaína, crack), les cambia el mundo y eran felices alucinando en sus miserias. El lugar de la droga es el lugar de lo ilícito fantástico. Y ahí viven, respirando peligro. Luego consiguen un arma – o alguien se la pone en las manos - y con ella viene una misión sanguinaria. Tienen empleo, salario, identidad, arraigo. Recuperan la familia con un jefe iracundo sediento de sangre, dinero y poder, y con feroces hermanos carniceros. El futuro nunca ha importado; el presente sí. Un presente salvaje, adrenalínico. Le indican a quién, le ponen la cazadora y buscan la oportunidad. Es dedo, soplón, ratero, chapulín. Lo levantan. Cinta canela en las manos, los ojos, la boca. Lo desamordazan para que hable. Nombres, montos, rutas, escondrijos, lo que sepa. Lo autopsian en vida, sin anestesia. Le cortan los dedos, una mano, el pene, la lengua. Descargan las balas en el cuerpo del otro. Le serruchan la cabeza. Lo cuelgan de los puentes, lo tiran en baldíos. Y en algún lugar aparece para los fotógrafos el otro, su igual, desmembrado, un espejo roto que destella en medio de un charco de sangre.
Así conquistan territorios. Rifan y controlan. Expanden sus mercados. Escriben en mantas, con precaria ortografía, sus motivos, sus nuevas amenazas, el nombre de los que siguen.
En sus tiempos libres agarran la fiesta o realizan trabajos por su cuenta. Roban vehículos, casas, personas. Extorsionan y violan. A veces matan fuera de programa, por necesidad o por gusto. Siempre hay daños colaterales.
Y un día cualquiera aparecen de cuerpo presente, documentando el terror, engrosando las cifras violentas, en las páginas en algún pasquín vespertino.
Aquí nadie llora. El olvido es más rápido que las balas, y la impunidad una lápida con un epitafio silencioso.

2.- Los jóvenes cantan las hazañas e infortunios de los capos. El sonsonete ranchero amenaza con romper las bocinas. Enfrentados contra los militares, los policías u otros grupos narcos, los héroes temerarios y letales salen airosos de una emboscada dejando a su paso una ristra de ahorcados o una estela de cadáveres ensangrentados. Los decibles escapan de las trocas blindadas y de vidrios negrísimos. Cuando te los topas de frente miras siluetas con cachuchas. La canción ofrece espectáculos espeluznantes que ellos corean con graznidos celebratorios como si hubieran sido los autores. No de las letras asesinas, sino de los hechos que narran: cabezas en hieleras enviadas por Fed ex hasta el escritorio de algún funcionario, o exhibidas junto a las estatuas de los héroes patrios, o acribillados en una cama de hospital. “Falta un corrido que hable de un coche bomba activado por un celular y que estalle en medio de un mercado, un mitín de campaña, o una misa de un funeral” Discuten que los nuevos métodos de la guerra ameritan de nuevos ritmos. El corrido ya es insuficiente. Quizá una fusión entre corrido, banda reagetón y hip-hop. Compran el pasquín vespertino Pura Sangre y miran en primera plana el crimen que cometieron unas horas antes. El cadáver desnudo de una mujer embarazada, otro que flota en una acequia, sin las manos, con el pecho agujerado por las balas. Sin embargo, en la zona pudenda, los púdicos editores difuminan esa zona para que el pene no se vea sino tras el vidrio esmerilado de la censura. La violencia descorre su cortina para que aparezca la obscenidad de la muerte en toda su dimensión trágica. Pero que no se digan malas palabras ni se exhiban los genitales. “¿Cuántos muertos amanecieron hoy?, se pregunta la gente y se acostumbra a escuchar cifras apocalípticas y las anécdotas de cómo esa violencia extendió sus zarpazos, locos o precisos, a familiares, amigos, vecinos, a ellos mismos. Y la vida continúa entre el último informe de un gobierno desprestigiado e inútil, el llanto de los deudos y las temerosas cotidianidades familiares o laborales. El desfile: el convoy de soldados, la fila de carros policiacos, las carrozas fúnebres, las ambulancias ululando por toda la ciudad. La mancha de la sangre de los acribillados ha sido un buen negocio para la industria de la carroña. De hecho, en torno a esa sangre, se abrieron varias empresas de servicios funerarios y florerías, se editan varios periódicos que antaño, en “la apacible vida de provincia” eran impensables. Las fotos de la primera plana muestran a los jóvenes ensangrentados, muertos de formas sobrecogedoras, y con encabezados entre escabrosos, burlescos y cómicos. Ahí no hay lugar para el respeto del finado ni de la familia en duelo. Es, sin pudores, la canalla periodística.

3.- Los que mueren alcanzan cierta notoriedad mediática. Aparecen un momento en los periódicos exhibiendo la dimensión de la tragedia. Baleados, maniatados, torturados, fusilados, decapitados, colgados, asfixiados, amordazados, con un tiro de gracia… Es la sangre de la estadística del horror, un número rojo en la jungla de la violencia. No importa si fueron policías o sicarios, militares o exterminadores; no importa si pertenecían a la Marina o a la Línea, a la Familia, al Ejército o a los Zetas, al Chapo o a los Carrillo: su muerte dolerá en las familias, porque para quienes los aman, la persona muerta es única e irremplazable. En la familia de quien muere se humanizan las cifras salvajes.
Cuando alguien muere –independientemente del número que le corresponda en la estadística -, muere alguien con nombre, y la familia a la que pertenece se colapsa y se viene abajo. No solamente se enluta sino que la familia trastoca sus destinos. Unos se consumen en silencio, otros maldicen y esperan la revancha, algunos se cambian de domicilio, de ciudad, de identidad, sintiendo que la ponzoña de la violencia ensartará su aguijón en cualquier momento, no importa si se es culpable o inocente...
Mientras que en los familiares de los ejecutados, arde el tatuaje de un recuerdo ensangrentado, las instituciones destinadas a enjuiciar a quienes han delinquido, se han evaporado. Los gobiernos han sido rebasados y exhibidos en su ineficiencia o en sus complicidades. Se mata en caliente y sin averiguaciones. Son luchas entre cárteles, por la territorialidad, por las rutas, por el control, arguyen los políticos, y todos son sepultados, sin investigación, bajo ese discurso tan trillado como tan revelador de la podredumbre y la inoperancia. Y las familias, en vilo, lloran por los suyos por la vida.
Los muchachos de la guerra siguen cayendo como moscas Mientras los políticos cierran los ojos, dan la espalda como si nada ocurriera. Pero se mantiene inamovible la estructura financiera y logística que constituye el motor de la delincuencia organizada.  Nada se hace para que el narco reduzca su capacidad de actuación, intimidación y corrupción. Los beneficiarios de esta guerra no apuestan el pellejo; por eso la atizan.

4.- Más, muchos más muertos más en Juárez (un muerto cada hora), en Chihuahua, en Creel. ¿Alguien lleva las cuentas de la estadística roja?  La muerte, la obscena presencia de la muerte, otra vez entre nosotros. En bares, en los centros de rehabilitación, en las calles, en las casas, en los funerales. En las ciudades, en los pueblos, la muerte. ¿Desde cuándo se convirtió Chihuahua en la nueva residencia del diablo?
La desigualdad es la madre de todas las guerras. Si no se reparten los bienes que se poseen o se producen, quienes los tienen a manos llenas y los atesoran o se apoderan de todo lo que los demás necesitan, quienes no tienen nada, empezarán a repartir los males y las desgracias a los que somete la pobreza, el desempleo y la desesperanza. Ellos democratizarán el infierno en el que han vivido desde que nacieron.   
El caldo de cultivo para que esto sucediera ha sido efectivo. Estallidos en la desesperanza. El descuido al campo, la rotura del cuerpo familiar descuartizado por la búsqueda de la sobrevivencia, el fracaso de las políticas públicas, las pobres opciones de empleo y educativas, la riqueza de México en pocas manos, Slim y El Chapo en la lista de Forbes, los políticos, corruptos, ineficientes, lucrando con la impunidad; los sicarios disfrutando la adrenalina, las drogas y la eficacia de sus trabajos feroces. Escribo esto y pasan ambulancias ululando sus sirenas. Más tarde nos informaran de otros sucesos que lamentaremos. Celebro que no vengan por mí. Aún.
aespinosadr@hotmail.com
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