Por Antonio Pinedo
Fue necesaria la muerte del joven Fernando Martí —hijo de un importante empresario—, para que se diera la XXIII Reunión del Gabinete de Seguridad Nacional, la cual se da se da tarde y mal. Los acuerdos son los mismos a los que desde hace años el presidente en turno se compromete. Desde Ernesto Zedillo.
No es fácil aceptar que se entró a «una guerra», no contra el narcotráfico, que de antemano cualquier analista mediano la daría por perdida, sino a una lucha por lograr legitimidad, cuando estaba en entredicho el triunfo electoral. Felipe Calderón, lo que buscaba era un efecto mediático que acabara con el movimiento de López Obrador.
Esta lucha ha traído como consecuencia que bandas de delincuentes se organicen en bandas de secuentradores para seguir obteniendo los dividendos que la droga les dejaba, con la cual es dificil comercializar con el ejército en las calles.
Es necesario decirlo aunque sea chocante escucharlo, pero fue la muerte del joven Martí la movilizo al Ejecutivo, gobernadores y hasta líderes sindicales a reunirse por enésima vez para iniciar una nueva guerra, ahora contra el secuestro, sin importar las miles de muertes que ha dejado ya la guerra contra el narcotráfico.
Así de simple, así de grave.
Miles de vidas se han perdido en estos 20 meses de «guerra» a un problema que por su condición multinacional, sólo pude ser atacado en ese mismo plano y quien debe ir a la cabeza es el gran consumidor los Estados Unidos, acompañados por supuesto del gran productor Colombia. Ir solo es ir a lo que estamos viviendo… el fracaso total y sin salidas.
Es el 11 de diciembre a sólo diez días de tomar posesión, cuando el presidente Calderón mandó 7,000 efectivos militares a su natal Michoacán (Semanario No. 829). En editorial de la edición citada se consigna «Una lucha que nunca fue acotada y jamás se habló de sus alcances. De hasta donde se pretendía llegar, porque creer que un país puede ganar la guerra contra el gran negocio ilegal global, es ingenuo, por decirlo de la mejor manera».
Se firma un Acuerdo Nacional de Seguridad, en donde se repiten las mismas promesas de hace por lo menos diez años (ver recuadro), se realiza dentro de un marco en que se reúne el presidente y los 32 gobernadores, porque las narcoejecuciones, el secuestro y la criminalidad en general, crecen en todo el país, Por ejemplo los plagios subieron de 727 en 2006 a 785 en 2007 y los datos de este año rebasan ya cualquier expectativa, no olvidemos que son los delitos denunciados y que probablemente haya uno más no denunciado por cada secuestro dado a conocer a las autoridades.
Sobre crímenes, la estadística cambia cada hora, imposible seguirla puntualmente, pero en Ciudad Juárez se acerca a 900 las narcoejecuciones y superan a las que lleva todo el estado de Sinaloa, que es la cuna del narcotráfico en México, desde 1914.
El ejército como solución
El editorial de la edición de semanario 820, del 31 de marzo, consigna: «(…) la presencia del ejército es pues bienvenida… pero por un período breve, muy breve. No sólo los civiles son susceptibles de corromperse, sino pregúntele a los generales Gutiérrez Rebollo y Acosta Chaparro, entre otros muchos.
«Mejor será que su presencia no se prolongue por muchos meses, no olvidemos el libro del periodista canadiense radicado en la ciudad de El Paso, Terry Popa, quien en su libro sobre Pablo Acosta «El zar de las drogas», relata como Acosta entregaba a cada soldado veinte dólares luego de cada descarga de una avioneta transportadora de droga y una cantidad más jugosa para el oficial al mando de la tropa que vigilaba que el traslado de la mercancía se realizara sin tropiezos».
La cumbre pues, es sólo con efectos mediáticos, que por otra parte no se han conseguido, los analistas del tema coinciden en que es como lo dijo en su visita a Chihuahua Andrés Manuel López Obrador «Pura Faramalla».
Lo destacable de la reunión, es que a las palabras de Alejandro Martí, padre del joven Fernando Martí, quien fue asesinado no obstante haber pagado los dos millones de pesos del secuestro, la concurrencia —o sea el presidente y los 32 gobernadores—, aplaudió cuando les dijo que si no podían que renunciaran, que también era un acto de corrupción cobrar por no hacer el trabajo.
Es difícil esperar resulta-dos rápidos e importantes de esta tardía cumbre. Este encuentro del «Comandante en Jefe», Felipe Calderón y su «generales», reunión que tal vez se debió realizar antes de enviar los primeros siete mil soldados a Michoacán.
El narcotráfico—volvemos a la edición 829 de Semanario—: «Entonces no es un problema del Estado Mexicano [únicamente], como equivocadamente y reiteradamente dice el presidente Felipe Calderón, es un problema global y requiere de soluciones globales –y el plan Mérida no es una de ellas-, tal vez su legalización y venta con-trolada entre los millones de enfermos en el mundo pudiera serlo, pero ¿quién quiere curar al enfermo que le está haciendo millonario?»
Una reunión entre jefes de Estado, encabezados por el principal consumidor, sería definitivamente más efectiva que reunirse con los gobernadores, que ninguno sabe que hacer en su propio estado y que la solución tampoco está en sus manos, por lo menos la definitiva.
Es urgente acortar la lucha, por ejemplo: Limpiar las policías en lo posible, detectar el lavado de dinero y tomar medidas al respecto, en fin saber de que tamaño será la guerra, para poder evaluar y no declarar que «vamos ganando», cuando los chihuahuenses en general y los juarenses en particular, nos empezamos a acostumbrar a escuchar las AK47, todos los días y en cualquier parte.
Los teóricos de la guerra, sostienen que ésta se da cuando los mecanismos de la política dejan de operar y termina, ¿Cuándo nuevamente la política empieza a funcionar, citamos a teóricos de la guerra porque Calderón Hinojosa ha dicho hasta el cansancio que ésta es una guerra que no nos podemos dar el lujo de perder. Aunque disiente del cualquier estudioso y de sentido común que nos dicen que una guerra de un solo país contra el narcotráfico no se puede ganar…s
Un relato de sangre, rabia,
histeria e impotencia
Javier Ávila, párroco de Creel, así comparte a sus amigos, los primeros momentos de la masacre del sábado por la tarde:
«Me encontraba a la mitad de una celebración eucarística cuando comencé a escuchar ruidos que alteraban la tranquilidad del pueblo y la tranquilidad de mi corazón.
«Fue difícil seguir la misa, y me urgía terminar para salir a ver qué pasaba.
«La gente ya me andaba buscando para decirme que habían matado a dos muchachos en un enfrentamiento con metralletas y estaban tirados afuera del salón Profortarah (salón ejidal en donde se tienen todo tipo de eventos). Sin preguntar más datos corrí por mi camioneta para salir a ese lugar.
«Fue muy duro llegar y encontrar que no eran dos ¡que eran 13! y todos muertos de manera salvaje, tirados en la tierra, regados como bultos, sobre charcos de sangre. Era una escena que nunca se había visto en el pueblo, ni en el estado.
«Gloria, a quien el año pasado casé en segundas nupcias, fue a la primera que encontré, deshecha. Llorando a gritos me decía ¡’no es justo, padre, lo que le hicieron a mi hijo’! Oscar Felipe tenía un hueco en la garganta que me dejó helado, y enseguida estaba Edgar Alfredo cubriendo con el cuerpo a su bebé de año y medio, y así fui recorriendo uno a uno.
«Cuando apenas llegaba al cuarto cuerpo no pude más y me rompí. Las lágrimas se sumaron a mi recorrido por todo el terreno cubierto de cuerpos destrozados, de sangre, de masa encefálica, de llanto, de histerias, de rabia, de impotencia. No fue sor-presa constatar que no había ni un solo policía en el lugar. Entonces, yo no podía seguir débil, porque alguien tenía que asumir la responsabilidad, con cabeza clara para tomar decisiones.
«Mi primera llamada fue con el secretario general de gobierno que no acababa de creer lo que le iba describiendo; luego me llamó la procuradora del estado y así siguieron las llamadas constantes. No fue fácil calmar a la gente, ni impedir que levantaran los cuerpos de sus hijos para esperar a que llegaran las autoridades ministeriales a levantar actas. Llamaba una y otra y otra vez, y le urgía al secretario de gobierno que me mandara gente a resguardar la zona, a controlar la situación; pero él también por más llamadas que hacía no podía encontrar policías cercanos que me apoyaran.
«Fue el único que me estuvo llamando constantemente para echar porras y fortalecer lo que trataba de hacer. La gente se oponía —¡lógico!— a que los cuerpos fueran traslados a Cd. Cuauhtémoc (dos horas de Creel) para las autopsias y tuve que decirle a la procuradora del estado que sobre mi cadáver saldrían esos cuerpos, y no me importaba lo que decía la ley; que se desplazara el equipo especializado para hacer todos esos trámites en Creel.
«Quizá me oyó tan alterado que no hubo ningún problema en acceder, y hasta me pidió un favor para que el trámite se acelerara al llegar los ministeriales a levantar las actas: que fuera tomando fotos a cada cuerpo. Accedí y volvió el dolor.
Afortunadamente a esas horas y luego de tanto diálogo, convencimiento, argumentos, pláticas, la gente me secundaba, tranquilos, en lo que yo les pedía. Y así fui pidiendo que se retiraran para descubrir cuerpo por cuerpo y tomar las fotografías.
«Luego de poco más de tres horas llegaron varios elementos de la policía ministerial y comenzó el siguiente viacrucis cuando se fueron levantando todos los cuerpos, uno por uno, para trasladarlos a la funeraria en donde se les haría la autopsia y se les prepararía para velarlos.
«Por hoy es lo que les comparto, todavía con un dolor muy embarrado a la piel y un corazón muy lastimado. Muy resumidas las cuatro horas de llanto, dolor, impotencia, incertidumbre, rabia, espera... »s
El día en que el Estado desapareció
Víctor Quintana/ La Jornada
Mientras en Creel, Chihuahua, un comando de sicarios masacra a 13 personas, con la total ausencia de policías y Ejército, en la misma sierra, en el Mineral de Dolores, alrededor de un centenar de efectivos federales y estatales protegen los intereses de una compañía minera extranjera, acosando el plantón de mujeres y hombres del ejido Huizopa, que no hacen otra cosa que la defensa de su medio ambiente, su territorio y mejores condiciones para su pueblo. Así de clara es la agenda de seguridad del Estado mexicano.
Sábado 16 de agosto: poco antes de las seis de la tarde tres camionetas de lujo conduciendo a una decena de sicarios llegan afuera de la bodega donde se celebra una fiesta de jóvenes en Creel. Aparentemente buscan a dos personas para ultimarlas, pero los ejecutores no conocen la precisión: rafaguean a mansalva reventando cuerpos, segando vidas, entre ellas la de un niño de un año que perece a pesar del gesto heroico de su padre que lo cubre con su cuerpo. Lo inexplicable es que ni en las horas anteriores ni en las posteriores a la matanza se hacen presentes la policía o el Ejército en Creel. La única autoridad que está ahí, desde el estallamiento del dolor de las familias, es la religiosa. El sacerdote jesuita Javier Ávila no funge solamente como pastor de su grey machacada, sino como psicólogo y hasta perito judicial. Ante la ausencia de todos, las autoridades le piden por teléfono tomar fotos de los cuerpos masacrados mientras policías, agentes del Ministerio Público y peritos salen de sus escondites.
Las explicaciones sobre la ausencia de las fuerzas de seguridad en Creel en esos momentos palidecen ante las dudas y las denuncias. Algunos elementos policiacos han manifestado que sus superiores les ordenaron retirarse de la población porque ahí habría ejecuciones. No se ha confirmado, lo único cierto es que en esas horas de angustia ni los militares, ni la Policía Federal Preventiva, ni la policía ministerial, ni la CIPOL estaban en Creel. Al lugar de los hechos acudió sólo una patrulla de vialidad.
Ese día el Estado no existió para las familias de Creel. Su derecho humano fundamental, el de la vida, el que da origen al pacto que funda el Estado, no fue cumplimentado. Se ha producido una gravísima violación a los derechos humanos, por omisión, dada la ineficacia de todos los órdenes de gobierno. En la desesperación e impotencia totales ante la magnitud de la tragedia y las autoridades omisas, los pobladores de Creel advierten ahora que se harán justicia por su propia mano. El linchamiento como sustituto de la ineficiencia, la cobardía y la complicidad de las autoridades.
La huída o el pasmo de las fuerzas estatales no encuentra a los días siguientes explicaciones sino a lo más «interpretaciones». La procuradora atribuye la masacre a La Línea, rama del cártel de Juárez que domina la sierra y el medio rural de Chihuahua. También explica lo obvio:«es un acto de terrorismo para amedrentar a la población».
El gobernador del estado, después de decenas de muertos descubre por fin el hilo negro, escucha los llamados que meses antes se le hicieron y plantea «que se revise el operativo Chihuahua, porque no está dando resultados». Va más allá: manifiesta que es necesario «revisar nuestro régimen de libertades individuales y garantías ciudadanas». En el Congreso, la zozobra de las familias de Creel es aprovechada para que los panistas pidan las cabezas de los funcionarios y funcionarias de seguridad priístas, y los priístas, de los correspondientes panistas. El gobierno federal procede con presteza a tapar los pozos una vez ahogados los niños: envía docenas de soldados a la sierra a perseguir a los asesinos, que seguramente estarán a buen recaudo no en las casas de seguridad, sino en los municipios enteros de seguridad de que disponen.
Ni el sacudimiento de Creel detiene el río de sangre. Los últimos días las cifras de ejecutados siguen creciendo. Nada menos el día anterior a escribir estas líneas se agregaron nueve más a la suma de ejecutados en Ciudad Juárez y dos más en la ciudad de Chihuahua. Al punto que la población se pregunta: «¿Por qué las fuerzas del gobierno no pueden impedir la matanza…? ¿No será que son ellas mismas quienes la perpetran?» El Estado posweberiano: de monopolizador de la violencia legítima, a monopolizador de la ineficacia extrema, o monopolizador de todas las violencias.
Demasiado pacientes son los hombres y las mujeres de Creel, que sólo claman por justicia en sus protestas y no disparan el muy merecido: ¡que se vayan todos! s