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viernes, 18 de noviembre de 2016
Opinión
Don Chinguetas
Félix Manuel
Lazos Ibarra.
«A los políticos,
como a las moscas, se les mata a periodicazos».
Esta frase la
escuché por primera vez en voz de don Chinguetas, periodista de la llamada vieja guardia. Fue a
finales de los setenta y principios de los ochenta. El tono solemne de su voz
pontificia no admitía réplica. Y es que para aquel mocoso aficionado al dibujo
y aspirante a monero que recién incursionaba al periodismo, ávido por aprender
de todo y de todos, aquello lo tomé como una suerte de sentencia bíblica.
Todavía escucho
el tecleo incesante de las viejas máquinas «Olivetti» en la sala de redacción,
que se mezclaba con las risotadas de reporteros y articulistas que preparaban
el material a publicarse al día siguiente. Escucho también el ruido
interminable del «télex». Huelo, aspiro y padezco el penetrante olor a cigarro
Baronet o Raleigh que despedía la nube densa que generaban aquellos fumadores
empedernidos.
Así, en ese
escenario, al filo de las tres de la tarde hacía su entrada triunfal don
Chinguetas, el reportero sesentón y estrella del periódico. Con sus casi dos
metros de estatura, un mal disimulado pintado bigote a la Clark Gable, de cabello ensortijado
color negro azuloso como ala de chanate, gracias al just for men. De figura corpulenta, ataviada de un sombrero de
fieltro marca «Stetson», brillosa e
invariable camisa de colores chillantes,
y un pantalón a cuadros de terlenka sostenido por gruesos tirantes, atravesaba
el umbral de la puerta con su saludo habitual: «¡Quiubo, cabrones!» y el chiste
del día:
–¿Ya se saben el último de caperucita y el lobo?
–No, échalo…
–Pues resulta que la caperucita le dice al lobo: «Buuu,
buu… lobo malo!... le voy a decir a mi abuelita que me robaste mi canasta de
frutas y que me cogiste tres veces!»
—Y el lobo le dice: «Pero caperucita; nomás fue una
vez.»
—Entonces caperucita le pregunta: « ¡Ay!…
¿A poco ya te vas?» ¡Ja,
ja, ja, ja, jaaaa!
Los decibeles de
su risa todavía me taladran los oídos.
Don Chinguetas
era todo un personaje. Como un ritual, llegaba y se sentaba en su escritorio,
colocaba su inseparable escuadra Smith & Watson a un lado de la Olivetti.
Vaciaba del cenicero las colillas de cigarro dejadas el día anterior, se
despojaba de su Rolex dorado y se tronaba los dedos estirando sus brazos
gorilescos y empezaba a escribir. « ¡A
tirar chingazos!», sentenciaba.
Encargado de la
fuente policíaca, aprovechaba como nadie sus relaciones públicas y su condición
de testigo y a veces cómplice del comportamiento gansteril de funcionarios, agentes
y altos mandos, que no batallaban para cooptarlo con prebendas, embutes, «chayotes»
o favores especiales.
Era común que don
Chinguetas se ofreciera como enlace para solucionar cualquier apuro que
agobiara a algún compañero. Desde cancelar una infracción de tránsito, hasta
sacar de la cárcel a fulanito, arreglar la cartilla del servicio militar a
menganito, o licencia de manejo para zutanito.
Permisos para vendedores ambulantes, trámites
para fianzas o pasaportes, entre otros, eran asuntos que para don Chinguetas
resultaban pan comido. Cosa de levantar el teléfono y solicitar el favor.
–¿Cómo te fue?, al día siguiente le
preguntaba don Chinguetas a su recomendado.
–Muy bien. Ya está todo arreglado, gracias.
–¿Te atendió bien este güey?
–Sí, se portó a
toda madre.
–Pos que bueno. Más le vale, si no le damos su
encalada al cabrón.
Y es que aquellos
eran otros tiempos. Era la época en la que, quienes participaban en los medios
de comunicación, se sabían poderosos e influyentes. Capaces de trasgredir impunemente
leyes y reglamentos. Tumbar o encumbrar, según el caso, a tal o cual personaje
público con solo un plumazo. Todo de acuerdo a sus intereses.
Recuerdo muy bien
a otro Chinguetas. Este también se especializaba en la nota roja, y era muy
común que se trasladara en automóviles con reporte de robo que le facilitaba la
misma policía investigadora, entonces conocida como Policía Judicial del
Estado.
Recuerdo aquella ocasión cuando, durante una gira de trabajo de un
candidato priista a la presidencia de la república, manejaba uno de esos coches
y yo le acompañaba mientras cubría el evento. Un agente de la policía que
participaba en el cordón de seguridad del candidato, le ordenó que se detuviera
para la identificación correspondiente, a lo que el Chinguetas accedió de mala
manera. Una vez frente al agente y sin darle tiempo a que le preguntase nada,
le reclamó iracundo: «¿Por qué me detienes, pendejo? ¿Pues qué no ves que vamos
en la comitiva? ¡Hazte a la chingada!». A lo que el agente, humillado, respondió
con un tímido: «Sí, señor… disculpe… pase usted».
De esos años para
acá todavía persisten esos vicios. Esa visión torcida de algunos «chinguetas»,
de que el periodismo se puede utilizar para cometer tropelías, traficar con
influencias, acrecentar fortunas, encumbrar ídolos de barro a cambio de dinero,
o calumniar y con ello derrumbar a personajes públicos o políticos cuando no
son afines a sus intereses. «Matarlos a periodicazos», pues.
Este
comportamiento inmoral y vergonzoso se da en casi todos los niveles. Desde el
pasquinero del panfleto o portal más modesto, hasta el magnate dueño del
periódico tradicional o electrónico, como la radio y la televisión.
A lo largo de más
de tres décadas en el oficio de este opinador, son innumerables las experiencias
acumuladas en ese sentido, pero hay una en especial que me ocurrió
recientemente y que me generó una desagradable sensación de asco y repulsión.
Ocurrió mientras yo participaba como conductor de un programa matutino de corte
político en la empresa Mega Radio.
El proyecto, que
yo inauguré, sonaba interesante. Se trataba, ni más ni menos, y según palabras
de su propietario José Luis Boone Menchaca, de «fustigar a las autoridades
ineptas y corruptas, que no han servido para sacar al pueblo del atraso y la
pobreza en la que lo tienen sumido. De limpiar tanta mugre».
Hasta ahí todo
iba bien.
La denuncia
pública del abogado Jaime García Chávez contra el régimen corrupto del entonces
gobernador César Duarte, hombre vil, insaciable y cínico, fue una coyuntura
inmejorable que nos cayó como anillo al dedo para inaugurarnos luciéndonos como
un medio de comunicación aguerrido, implacable y feroz contra semejante abuso de
poder del régimen duartista. «De aquí somos», dijimos, con la espada
desenvainada.
La instrucción de
la dirección general de Mega Radio era precisa y clara. Aparentemente
inflexible y decidida a dar la batalla sin tregua ni miramientos contra la
ineptitud y la corrupción. Se nos instruyó incluso a brindar todo el apoyo a
Unión Ciudadana, el movimiento plural que aglutinó a las más diversas
corrientes de opinión y que surgió a partir de este escandaloso acto de
corrupción política. La consigna era abrir los micrófonos para dar voz a las expresiones
de las figuras prominentes que lideraban el movimiento, como el propio Jaime
García Chávez, Víctor Quintana Silveyra, Francisco Barrio Terrazas y Javier
Corral Jurado, entre otros.
De hecho, Norberto López Garza, mi jefe
inmediato y responsable de Activa 1420 fue muy preciso cuando, estando en su
oficina, me encargó que a partir de ese día, reprodujera puntualmente a las
9:30 de la mañana, el disco compacto que contenía el discurso de cada uno de
estos personajes el día de la constitución oficial de Unión Ciudadana allá en
Chihuahua capital. «Se lo encargo mucho, maestro».
-Claro que sí, cuente con ello, doctor. Oiga,
¿vamos con todo, verdad?
–Así es, maestro: ¡Con todo! De hecho la empresa está considerando
seriamente incorporarse formalmente a Unión Ciudadana.
Aunque esa
incorporación nunca se dio, transcurrieron los días y las cosas pasaron en
aparente calma y normalidad según lo planeado. Sin tropiezo.
Hasta que un buen
día o, mejor dicho; un muy mal día, López Garza me llama a su oficina y bajando
la voz, me pide que cierre la puerta porque «tengo un asunto muy delicado que
tratar con usted, maestro».
Se trataba ni más
ni menos de evitar, a partir de la fecha, tocar el tema alusivo a la corrupción
del gobernador Duarte, de las actividades de Unión Ciudadana, o de mencionar y
mucho menos dar cabida a las opiniones de los personajes involucrados en ese
movimiento. La orden era tajante, me dijo, y venía de «mero arriba». Nada de
críticas o comentarios que puedan molestar o incomodar al gobierno estatal.
Mi sorpresa se
mezcló con el coraje y la confusión. Le cuestioné:
–Pero, ¿cómo? ¡Nos vamos a ver muy mal! Después de nuestra
posición tan crítica, callarnos ahora, ¡nos vamos a ver muy mal! No, no lo
acepto.
–Tranquilo,
maestro, no se acelere… esto sólo es temporal–, me dijo tratando de suavizar.
– ¿Temporal?... ¿Hasta cuándo?
–Bueno, mire;
usted debe comprender que esto a final de cuentas es una empresa, entonces
ahora mismo se está negociando con el gobierno del estado el paquete
publicitario anual, así que, pues…
–¿Qué?...
Perdóneme, doctor, pero eso es una inmoralidad. Ocultar o negociar la
información por dinero es una falta de respeto no sólo para el público, sino
también para nosotros como comunicadores. No, esas son chingaderas. No, no lo
acepto, perdóneme.
–Estoy de acuerdo
con usted, maestro. De hecho, a mi me da vergüenza pedirle todo esto, pero es
una orden directa del señor Boone.
–Pues será, pero yo no puedo acatarla. Mucho menos
cuando ya tengo agendada la entrevista con Javier Corral al programa. Usted
sabe cómo batallamos para conseguirla. No puedo salirle a Corral ahora con la
grosería de cancelarla sólo porque la empresa anda negociando con el gobierno.
Ese no es asunto mío. No puedo ni lo quiero hacer.
–Pues usted
decide, pero esa es la instrucción, maestro. Yo lo entiendo. Reconsidere esa
entrevista y le pido su comprensión.
–Y yo la suya, doctor.
Esta conversación
con López Garza ocurrió a finales de enero. La entrevista con Corral estaba
programada y se llevó a efecto el 6 de febrero. Yo decidí realizarla sin tomar
en cuenta el amago de censura por parte de la empresa para no afectar su
desarrollo y lograr un buen resultado. Pregunté lo que quise preguntar y Corral
respondió lo que quiso responder.
Sobreviví seis
días a mi osadía. Para el día doce me corrieron. Al concluir la emisión de ese
día, el operador de controles me dijo que López Garza quería verme con urgencia
en su oficina. Me imaginé para qué.
–Maestro; con
mucha pena –me dijo– pero
tengo que darle las gracias. Es una orden del señor Boone.
López Garza me
despidió con una serie de expresiones y conceptos halagadores a mi persona y a
mi desempeño profesional. Me hizo saber de su malestar por ser él quien tuvo
que asumir el papel de verdugo y activar la guillotina para cortarme la cabeza.
No se preocupe ni se mortifique, doctor –le dije– esto ya lo veía venir. Lo que sí le puedo asegurar, es que a pesar
de los medios vendidos como este, tarde o temprano la gente va a despertar,
para buscar informarse bien y no permitir estas chingaderas.
López Garza
asintió agachando la cabeza. Con una mueca que pretendió ser sonrisa me
extendió su mano y me dio un abrazo. Así nos despedimos.
Sin más asuntos
comunes entre nosotros, le perdí la huella. Después supe que a él también lo
habían corrido. Lo corrió don Chinguetas.
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