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martes, 23 de febrero de 2010

Escenarios Políticos


La industria de la
muerte los prefiere jóvenes
 Por Alfredo Espinosa/Columnista invitado
El sicario, el policía, el militar, el guarura, el exterminador, disparan y matan. Disparan y matan. Esa es la consigna de la industria de la muerte. Y la obedecen ciegamente.
Las muertes están sucediendo de acuerdo a la capacidad imaginativa del verdugo, o quizá obedezcan a un código que desconocemos. Otras, simplemente son hijas de la oportunidad. Algunas ejecuciones son letales en momento en que se realizan, pero otras merecen una muerte lenta. Estas prolongadas agonías comienzan con el levantón. A éstos les espera un martirio ejemplar que suele comenzar con un interrogatorio cuyos métodos son quizá menos sofisticados que las torturas de la Santa Inquisición pero igualmente efectivas. La ratonera, le llaman, y consiste en una serie de intervenciones cada vez menos soportables a las personas a quienes se les aplica. Quieren información sobre cargas, dineros, estrategias, cómplices, contactos, o son castigos por robo, expansión, territorialidad, comportamientos desleales. ¿Quién puso dedo?, ¿quién se fue de la lengua?, ¿quién fue testigo de una acción debe quedar en el olvido? Lo cierto es que los homicidios son de una violencia desproporcionada. ¿Qué pasará por la mente de los asesinos –sean narcos, sicarios, policías, militares, encapuchados, paramilitares–cuando perpetran sus crímenes? ¿Cómo será la mente de quienes ordenan esos crímenes y nunca se manchan directamente las manos? ¿A quién sirven estas masacres? ¿Quiénes urden los crímenes sopesando los escándalos mediáticos que alzan las matazones? ¿Qué fines persiguen?
Nos asombraríamos si conociéramos la conciencia que poseen los asesinos en estos tiempos sombríos. Es una conciencia anulada en su letalidad. Así son, y han sido los mercenarios. Simplemente  hacen su trabajo y reciben su salario. El sicario, el policía, el militar, disparan y matan. No importa quienes sean las víctimas. Ellos respetan la línea de mando e intentan ser eficaces en sus jales. Sus jefes –narcos, militares, policías, exterminadores– decidieron que sus muchachos asesinaran a éste o a aquel porque tienen razones de peso, porque defienden su patrimonio, o su ley, o porque es parte de la estrategia que diseñaron sus jefes. Y a su vez, esos altos mandos – políticos, generales de la milicia, directores de la policía, empresarios convencidos de las bondades de realizar un exterminio – elijen a sus enemigos –sicarios, narcotraficantes, guerrilleros, líderes incómodos- y mandan a su personal –sicarios, militares, policías, exterminadores –, sin darles ninguna razón o explicación porque las órdenes de los jefes no se discuten, se ejecutan, y así todos responden a la semántica del poder en  la guerra donde todos, no sólo tienen permiso para matar, sino que están obligados a hacerlo. En esta atmósfera están juntos los autores materiales y los intelectuales, pero la sangre se nota más en los primeros.
Todos realizan un trabajo. Y tienen gratificaciones por hacerlo. Nadie tiene la culpa. Todos tienen sus propias razones, y son válidas para cada unos de ellos. Ya pasaron los tiempos en que el culpable -y más si su culpa era resultado de un asesinato-, se enfrentaba a sí mismo en la oscura noche de su alma, sometiéndose a severas inquisiciones hasta que su crisis moral y de conciencia, lo obligaban a saldar sus culpas y a colgarse de algún árbol seco.
Ahora, los asesinos reciben su pago. Treinta monedas, o lo que corresponde en coca y crack a los sicarios, o en ascensos laborales a los policías o soldados rasos, o en nóminas confidenciales y condecoraciones a los militares, o en encuestas favorecedoras para que los políticos sigan dispuestos a servir, denodadamente, a la patria.
Y el coro trágico, que somos todos nosotros, gritamos ay. Nos escandalizamos porque somos gente buena, de principios y valores, trabajadores, con una familia. Y nos horrorizamos de la guerra, de la estruendosa fiesta de las balas, y de esos ríos de sangre que corren hasta la puerta de nuestra casa, hasta la punta de nuestros zapatos, hasta –incluso- desgarrar el corazón de muchos inocentes que conocimos o amamos.
Y mientras tanto los políticos engatusan diciendo: el narcotráfico está en el fondo de la violencia social; pero no: la violencia es resultado de las políticas públicas desacertadas; en la trama de intereses que se organizan en torno al botín de la República. Y el narcotráfico es apenas uno de los síntomas brutales de esa urdimbre de intereses económicos y políticos que favorece la desigualdad social poniendo en pocas manos la riqueza del país, y la miseria en sesenta millones. Sólo un 15 % de los mexicanos tienen opciones educativas y laborales dignas. Los policías y los militares de rangos inferiores no las tuvieron. Tampoco los sicarios. Ellos, como la gran mayoría de los mexicanos, son indigentes.
Y en ese caldo de cultivo –tan eficientemente preparado por los que han asaltado el poder– en que se despojan de los derechos humanos a las personas, y las instituciones proveedoras de justicia se disuelven, y la impunidad es un bien patrimonial en manos del poder político, los jóvenes del pobrerío se convierten en una apetecible carne de cañón utilizada en la primera fila del ataque y la defensa en las guerras, cualquiera que sea los propósitos declarados u ocultos. Y los autores intelectuales de esta industria de la muerte los prefieren jóvenes, fuertes, resentidos, sin que le otorguen gran importancia a la vida que ha sido, en el mejor de los casos, una suite en el infierno.
Todos los sectores de poder, económico y político, –narcotraficantes, gobiernos, empresarios–, están reclutando a esos jóvenes sin futuro. Y todos para la industria de la muerte. Y es que la muerte es, indudablemente, un gran negocio.
El gobierno se surte de jóvenes fundamentalmente del sur y del centro del país, hijos de campesinos y jornaleros, pobres de siempre, semianalfabetos, mantenidos precariamente por los programas de Oportunidades y les ofrece colocarlos en la primera línea al servicio de la patria, es decir, como perros de reserva dispuestos a defender los intereses del grupo en el poder. Y les ofrece las estrictas y miserables prestaciones de la ley.
Los jóvenes de la ciudad, los de los de barrios bravos, la banda pendenciera, los pandilleros feroces, que no tuvieron más que la calle para vivir, en Estados Unidos, El Salvador o México, los Mara Salvatruchas, los Zetas, Los Aztecas, los Mexicles, los tatuados, son reclutados por los cárteles. De ahí salen los sicarios, los traficantes, los narcomenudistas. Drogas, armas, adrenalina, desesperanza, y se lanzan a matar a quienes les ordenen y a los que se les atraviesan.
Los jóvenes que se han salvado de estas circunstancias sociales tan adversas, y lograron obtener el título de –por lo menos– secundaria, son reclutados por los gobiernos para desempeñarse de policías y ministeriales. Y los entrena en academias. A estos jóvenes los buscan también los empresarios para el cuidado perruno de sus integridades y sus patrimonios. También los buscan para conformar los escuadrones de la muerte con el propósito de acabar con los que, suponen –siempre con demasiada simpleza y con una aséptica lavada de manos– son quienes mantienen un estado de descomposición a nuestra sociedad.
Todos los buscan jóvenes y fuertes. Todos pelones. Flat up los soldados camuflajeados en uniformes verde olivos; cholos, pelones a rapa, enfundados en ropas guangas, los sicarios; con cortes a ras del cráneo los policías, federales o estatales, vestidos de un azul planchadito, y los guaruras, fortachones, recién salidos de la peluquería, de lentes oscuros y trajeados.
Y todos tienen permiso y armas para matar. Son los nuevos y feroces mercenarios, los heraldos negros de la muerte. Y todos asesinan a quienes les indiquen quienes paguen por ello, o a quienes les signifiquen una ganancia para sí mismos. No importa a quién victimen, sino lo que ganan por hacerlo. Todo se ha envilecido.
Sebastián Marroquí, hijo del capo Pablo Escobar Gaviria, reflexiona: «Siento una profunda amargura de que México esté repitiendo casi literalmente esta historia, aquella de la que tanto me cuesta aún hoy hacerme cargo. Siento que la película que hoy están viviendo mis compadres mexicanos, es la misma que yo viví en Colombia exactamente en 1984… De ahí en más, mi país vivió una violencia sin precedentes…  ... he vivido en carne propia el horror de una violencia sin par que no quiero para Colombia, para México ni para ninguna nación del planeta. Fui testigo, al igual que mi país, de una guerra sin cuartel del narcotráfico contra el poder del Estado que no ganó nadie, pues sólo quedamos como mudos testigos los miles de huérfanos y viudas de todas las esferas de la sociedad. La violencia no discrimina.
«La guerra consume y derrocha inconmensurables recursos humanos y públicos. Distintos países y los enemigos de mi padre gastaron más de 3,000 millones de dólares para perseguir a él y su organización. Mi padre usó toda su fortuna para la guerra y para defender sus intereses, y lo que queda de ella está destruido por completo o en manos de las más diversas autoridades. Miles de millones de dólares que podrían haber sido gastados para asegurar salud, educación y un futuro mejor y más digno para el pueblo colombiano. La paz, en cambio, es gratis pues sólo se requiere de nuestra humana voluntad de hacerla».
Los jóvenes mexicanos merecen un mejor presente, no la guerra que Calderón y otros capos les ofrecen.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Efectivamente, mareros, delincuentes, pandilleros, mafiosos, o como se les quiera llamar, son delincuentes juveniles, es verdad... pero también son seres humanos.
Un saludo

Ivette Durán Calderón dijo...

Efectivamente, mareros, delincuentes, pandilleros, mafiosos, o como se les quiera llamar, son delincuentes juveniles, es verdad... pero también son seres humanos.
Un saludo