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miércoles, 12 de agosto de 2009

Guardamemorias

La escandalosa discreción de la muerte

Por José Manuel García-García

Esta mañana encontré un pájaro muerto en la puerta de mi casa. Un pájaro gris, seco ¿murió volando? No tenía huellas de haber sido lastimado.

Hace unos días iba por la carretera rumbo a El Paso, Texas, me impresionó ver en medio de la carretera a un mazacote de pulpa roja, pudo haber sido un perro o un coyote. Los carros pasaban a gran velocidad sobre el amasijo. Nada qué hacer. Reflexionar quizá. Pensar en Lewis Thomas, ese médico norteamericano, fino para el ensayo científico-literario. Las palabras de Thomas que escribió por allá en el año de gracia de 1972, en su ensayito «Death in the Open»…

La muerte a campo abierto. La muerte descubierta, en exhibición para el ojo del mundo.

«Todo mundo muere», dice LT. O mejor: todo lo vivo en el mundo, muere. Pero el género humano no quiere o no puede ver eso; prefiere refugiarse en el cuarto oscuro de la abstracción. Aún cuando estemos en la cima de un valle y veamos alrededor, miraremos sólo lo que a nuestro cerebro le guste: el río, los árboles, la yerba. Nuestro cerebro no está para ayudarnos a identificar los ciclos de la vida y de la muerte, los procesos de desintegración y renovación de la naturaleza.

El doctor Thomas nos explica que hay un billón de billones de insectos en cualquier lapso de tiempo en nuestro planeta, que estos tienen una vida corta. De hecho, alguien ha calculado que hay 25 millones de insectos por milla cuadrada en una columna que sube al cielo, similar al plankton marino. Esos insectos mueren; unos son comidos, otros, muy pequeños, caen desintegrados a la tierra. Para nosotros pertenecen al mundo que no vemos, que por ello ignoramos. Si no los vemos vivos, tampoco los vemos muertos. Pertenecen al mundo de la muerte invisible. Y sin embargo, la respiramos, llegan a nuestra piel. En polvo fino llegan a nuestras calles y a nuestras casas.

¿Qué ocurre en los animales de mayor tamaño? LT nos dice que ellos también al morir, se ocultan. ¿Quién ha visto una cuota porcentual de pájaros que mueren en un día? ¿O un pájaro muerto por día? Si esto último ocurre, nos sorprenderá al grado de escribir un ensayo acerca de la muerte, como me ocurrió a mí esta mañana.

Ahora que lo pienso, yo sí he visto palomas muertas en las calles de El Paso, Texas. Pero tal «palomicidio» fue cosa de algún loco que las envenenó. (Las palomas, ya se sabe, son objetos móviles y estorbosos en una ciudad apresurada). He visto insectos aplastados en los fenders de los camiones, en las carreteras. No son «muertes naturales», son más bien «insecticidios».

Lewis Thomas anota ejemplos de la discreción de los animales al sentir la agonía: en nuestras ciudades las ardillas y los pájaros corren a ocultarse en cuanto sienten el llamado de la muerte. Los elefantes emigran a sus cementerios, y si no llegan, son arrastrados por sus familiares hasta el sitio secreto donde deben quedar.

¿Hay excepciones a las ideas de LT? Sí, en el amplio repertorio de leyendas urbanas acerca de los perros que se dejan morir cuando mueren sus amos: los perrillos fieles dejan de comer, se enferman y mueren. ¿Para qué vivir sin su amo? O para ponerse dramático, recuerdo aquel capítulo de la novela Tomochic (1893), de Heriberto Frías, donde los perros se enfrentan a los cerdos. Éstos, hambrientos, quieren comerse los cadáveres de los temochitecos; los perros, por su parte, defienden a dentelladas la integridad de los cuerpos de sus amos. Tales dramatismos no los espero en otras mascotas. No me imagino a un gato defender a su amo de otros depredadores; no soy gatólogo, por eso me parecen personajes caseros, adornos móviles encerrados en un solipsismo arrullador.

Volviendo al tema: L. Thomas señala que si bien todo morirá, también todo será sustituido: de lo consumido nace la nueva vida. Pero sólo nosotros, yo agregaría, tendremos la capacidad de pensar en ello, aunque sea en forma abstracta: subir a un monte, observar la vida, deleitarnos con ella, ver de reojo la muerte, seguir pensando en ella como en un mal accidente, una triste excepción. Pero la ceguera que nos da nuestro cerebro no sólo nos impide ver la muerte de los insectos o los animales; la ceguera mental nos impide ver el tonelaje de muertes humanas. Me explico usando las ideas de nuestro ensayista: a principios de la década de los 70, se calculaba una población mundial de 3 billones de seres humanos. De los cuales, moriría un promedio de 50 millones de personas por año. De esta apabullante cantidad de muertos, sólo nos enteraremos o querremos saber de la muerte de amigos, conocidos, vecinos, familiares, personas famosas. Y de estos muertos, sólo nos uniremos a los rituales de la muerte, en unos cuantos casos. Huimos de la muerte, los pájaros corren a ocultarse de la suya.

Pienso en las formas en que nosotros enfrentamos la muerte o la pensamos: hablamos de ella en voz baja, como para no invitarla a nuestras vidas rutinarias. La pensamos como un algo injusto, un accidente que no debió ocurrir. Ciegos ante la idea de ser parte de un ciclo de muertes, nos indigna el morir, es un acto casi contra-natura. Pero especial, la muerte es la culminación de una vida, la muerte debe ser tratada socialmente, en forma colectiva, entramos en breves ciclos ritualísticos: llanto, rezos, velorios, sepelios, polvo al polvo. No nos importan los 50 millones de muertes, su sincronía social. Pensamos la muerte como un golpe de dios, no como un evento sin mayor trascendencia que el proseguir los eternos ciclos de la vida. Esto es demasiado terrible, catastrófico, doloroso. Tales emociones nos distinguen de las otras especies.

Estamos atrapados en la discreción animal de la muerte y la necesidad de rebelarnos contra ella. Así surgen las filosofías catastrofistas: destrucción del mundo medieval, la realización de las profecías apocalípticas, las Teologías Escatológicas (escatología en el sentido filosófico-cristiano del término, sus respuestas al ¿cómo es el más allá?) que ocurrieron en el primer milenio. Y ahora el catastrofismo científico pero hipotético: el universo está en permanente movimiento: hay infinito número de ciclos de vida y muerte de las galaxias; además de que el universo está en expansión permanente, existe en él el caos destructor de ciertas galaxias que chocan entre sí, invaden otros inmensos campos gravitacionales de otras galaxias, provocan grandes explosiones, lo mismo ocurre con las cercanas supernovas en sus estallidos cósmicos, que son un aviso de lo que nos ocurrirá en nuestro sistema planetario. Otras advertencias de muerte cósmica de nuestro pequeño sistema solar: la aparición de super-hoyos-negros devoradores de estrellas. O amenazas más cercanas aún: el comprobado alejamiento de la luna que producirá catástrofes marítimas, los super-meteoritos asesinos de periodos geológicos, las tormentas solares capaces de destruir la delicada capa terrestre, los super-volcanes como el que amenaza el corazón de Estados Unidos en Yellow Park, los mega-terremotos nacidos del centro de la tierra, los super-maremotos («tsunamis»), la constante amenaza de los cambios climáticos por el calentamiento global, la promesa científica de una nueva era glacial. Otras formas catastrofistas: entrar, por accidente o no, en un conflicto nuclear entre las potencias armadas, ser dominados por las máquinas y su paradójica inteligencia artificial o bien, ser destruidos por el ataque sincronizado de diversos virus nuevos. Las «discretas dosis ligeras» de algunas de estas catástrofes, anuncian la gran muerte. Estas dosis ligeras las podemos leer en The Pessimist’s Guide to History, de Stuart Flexner y Doris Flexner, donde se detallan catástrofes humanas: accidentes de aviación y de otros medios de transporte, crímenes de estado, avalanchas, batallas, conquistas, guerras, temblores, calamidades ambientales, epidemias, sequías, hambrunas, desastres financieros, fuegos y explosiones, inundaciones, maremotos, masacres y otras formas de crímenes masivos, desastres mineros, accidentes nucleares y tecnológicos, tormentas, erupciones volcánicas…

Por ahora sólo en conversaciones de café, en novelas, ensayos, películas, sobre todo en películas es donde ocurre el catastrofismo como espectáculo fascinante. Allí está el homo sapiens hipnotizado ante el abismo de su propia destrucción, o para decirlo fríamente: escandalosamente abrumado ante la idea de ser sólo una pequeña cifra en la estadística de las grandes destrucciones cósmicas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Los palomicidios de El Paso, fueron por acuerdo de Cabildo, ya que su excremento es altamente corrosivo.