Por José Manuel García-García
Qué va, en mi caso soy tan desorganizado que me quedaría en la promesa de donar sangre y llegaría tarde. Una muerte a la manera de 7 Pounds no está en mis posibilidades. Mucho menos la muerte mega-dramática y reivindicativa de Roy Batty, el replicante que persigue a Deckard en Blade Runner, y en el último momento lo salva para luego morir él, Roy (“All those moments will be lost like tears in the rain… time to die…”).
En alguna parte leí que hay dos maneras de morir: por ahogamiento o por muerte súbita. Por ahogamiento no me gustaría, he agonizado una veintena de veces porque padezco reflujo gastrointestinal. Despertar a las tres de la mañana con los pulmones llenos de ácido y vómito no se aproxima en nada a una manera poética de colgar los tenis. Me gustaría una agonía rápida, digamos un infarto fulminante a la hora del sueño más pesado o de un accidente que en fracción de fracción de segundos lo deja a uno en la lona, noqueado para toda la eternidad. Me gustaría literalmente morir soñando.
Pero sé que por regla general uno no escoge la muerte, es ella, personificada en un esqueleto encobijado, la que nos espera a la vuelta de una esquina. Recuerdo el poema “Límites”, en el que Borges sentencia con la gravedad que el tema amerita: “De estas calles que ahondan el poniente, / una habrá (no sé cuál) que he recorrido / ya por última vez, indiferente…” Tal es el tema que hace más trascendente nuestra intrascendente vida: la última vez: la última vez que nos vimos, la última vez que hablamos, anduvimos por ahí. La última vez que reí, que dije adiós, que dije “buenos días”, que pedí otro café, que supe lo que era el odio, el amor, la última vez. Ah, la muerte nos pone al filo de la filosofía trascendental” “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, /sin saberlo, nos hemos despedido?”, concluye Borges. “Ser o no ser”, diría el consabido Shakespeare.
Claro que hay opciones que uno no quiere, por ejemplo, la inútil pero pedagógica muerte de Manuel Acuña (si-no-me-quieres-me-mato): “Esa era mi esperanza... / mas ya que a sus fulgores /se opone el hondo abismo / que existe entre los dos, / ¡Adiós por la vez última, / amor de mis amores; / la luz de mis tinieblas, / la esencia de mis flores; / mi lira de poeta, / mi juventud, adiós!”
O la muerte de Cleto, esa caricatura del chilango que vive en quinto patio y que Chava Flores retrató: “Cleto el fufú sus ojitos cerró / todo el equipo al morir entregó. // Cayendo el muerto, soltando el llanto, / ni que juera para tanto, / dijo a la viuda el doitor. // De un coraje se le enfrío, que poco aguante, / lo sacaron con los tenis pa' delante, / los ataques que Luchita su mujer había ensayado, / esa noche como actriz de gran cartel la consagraron. / Cuando vivía el infeliz "ya que se muera" / y hoy que ya está en el velís "que bueno era".”
Otras opciones: morir y trascender la muerte a la manera de Juan el de Pedro Páramo. No evitar, al contrario, propiciar la muerte de todos anunciada siguiendo el ejemplo de El caballero de Olmedo y Crónica de una muerte anunciada. Electrocutarse a la manera de Rosario Castellanos. Sufrir una catalepsia como Joaquín Pardavé (según una leyenda urbana). Morir ridículamente a la manera de Harry Farber en la película Lady in the Water, de M. Night Shyamalan, hombre que es atacado por un monstruo mítico mientras habla sin parar como crítico o académico. O morir sin darse cuenta de ello, como ocurre con los personajes de las películas The Sixth Sense, The Others y The Passangers.
A lo largo de mis 52 años, yo he estado a punto de morir varias ocasiones: un invierno de 1980, cuando revisaba mi carro y se me atoró la bufanda en el abanico del aire. Por fortuna, la traía suelta así que sólo me quemó la piel del cuello. En otra ocasión, una mujer se pasó la luz roja y me chocó del lado derecho de mi coche. El carro quedó hecho una tortilla. El policía me dijo que por unos cuantas pulgadas el coche de la viejecita me hubiera impactado de tal manera que el golpe hubiera sido mortal. (¡La proverbial pulgada cúbica de suerte!). En otra ocasión algo estrelló un vidrio de aparador por donde había caminado unos pasos antes. No he considerado aquí enfermedades, trenes que no tomé por llegar tarde o citas más o menos violentas con la muerte (una: mi tocayo José, según me contaron, me esperaba para matarme porque no le presté dinero; se cansó de esperarme y fue a matar de cien puñaladas a un muchacho vecino).
No sé si mi ángel de la guarda me siga cuidando, o se haya cansado de mi consabido pesimismo y me haya dejado por los placeres que le ofrecía alguna cantina juarense. Lo único cierto es mi incertidumbre: no sé si con esto que escribo me estaré despidiendo.
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