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jueves, 3 de septiembre de 2009

El Álbum

Todos los hijos

Para Magdalena, para Mariquita.

Por Adriana Candia.


¿Qué culpa estarían pagando? Era la pregunta obligada del resto de vecinos que veían con curiosidad a esas mujeres que por nada o casi nada, si de dinero se trataba, aceptaban cuidar por meses, o a veces por años, a los hijos de otras mujeres que tenían trabajos diferentes, raros, y por regla general, carecían de un marido.

La matrona que yo conocí era una mujer fuerte que con acento diferente al norteño tiraba palabrotas por cualquier niñería sin tener que estar enojada y que aparte de su gusto por cuidar hijos ajenos, amaba con pasión dos cosas más: las plantas y la cocina complicada.

Dicen que tenía un corazón de cristal y que por eso no soportaba ver a otra mujer llorando y con un hijo sin padre. Yo digo ahora que Malena o doña Elena, como la llamaban sus conocidos, tenía además un marido extraordinario que aceptaba con amor casi todos sus caprichos, como ese, de dar cobijo a desamparados.

Con historias tristes vimos llegar a su casa a más de tres mujeres diferentes: la viejísima exsoldadera, una viuda que piscaba frutas en Estados Unidos y “por obra de Dios” había echado al mundo a una niña cuando ya su cuerpo decía que era imposible; luego a la operadora de una fábrica en El Paso que trabajaba largas jornadas de lunes a sábado y en su soledad dominical decidió adoptar al bebé de una bailarina a la que no le gustaban las complicaciones existenciales.

También tocó a su puerta la joven desempleada que al segundo parto sin marido, sus padres la echaron de su casa y de su pueblo con el último retoño en brazos. Venía desde Ciudad Madera cargando a una nena y por esas cosas de la vida, a los pocos días de llegar a Juárez, dio felizmente con doña Elena. A ésta, le tocó cuidar también a los dos infantes de una bailarina que llegó al barrio comprando casa al contado y con auto nuevo, pero que por cosas de su empleo desaparecía por semanas.

Así, el barrio fue testigo de la facilidad con que Malena recibía nuevos clientes y estos iban creciendo en aquella casa con jardín de lilas, para aumentar la familia propia, por lo menos una decena de nietos que también iban y venían por temporadas.

Los niños de aquella guardería improvisada no veían a sus madres de a diario, como los de ahora. Con suerte los llevaban con ellas el fín de semana, pero lo normal era que las madres biológicas desaparecieran por largas temporadas y ellos quedaran bajo la mirada siempre alerta de Malena, como quien se queda con la propia abuela.

La fama de doña Elena tal vez les alimentaba confianza a las madres, o en su inseguro mundo no tenían mejor alternativa.

Sabíamos que la mamá adoptiva, en su propia recámara atendía como se cuida una flor, al más bebé de los nuevos: con luz, calor, limpieza, disciplina y cariños. Nunca, ninguna de sus clientas llevó un litro de leche a aquella casa y mucho menos la comida especial con que se nutría a sus hijos.

Malena trataba a los niños simplemente como a otro más de la familia, llevándoles a la boca desde el consabido y obligado “atolito de avena”, en los primeros meses, hasta la cucharada diaria de aceite de hígado de tiburón para que se mantuvieran sanos cuando ya corrían. Después, el beso de premio.

Ella y su esposo, a todos por igual: nietos e invitados, les cantaban canciones de cuna o de Cri-cri, los mecían en la hamaca eterna del patio y les contaban cuento para dormir.

En el patio en el que retozaban sus nietos, vimos estirarse también a Juanita, a Gero, a Cari, dar los primeros pasos a Armandito y decir sus primeras palabras a otra niña.

Observábamos con curiosidad, como con el tiempo, las madres biológicas de aquellos niños llegaban a la casa de las lilas como si fuera a la propia: comían, cenaban y dormían algunas veces allí y no pocas ocasiones, cuando el trabajo escaseaba, se quedaban temporadas con doña Elena y su familia.

Pasaban los años y los niños invitados aprendían a llamar por abuelo, tío, prima, al resto de la familia adoptiva, como si hubiera sido de sangre.

Cuando crecían, algunos de ellos regresaban una o dos veces por año. Le llevaban a Malena y su marido algún recuerdo: una foto con dedicatoria o una tarjeta impresa en Estados Unidos.

Ellos, los niños crecidos, siempre se llevaban más: en el paladar, el placer de su platillo favorito preparado por Malena; y en el corazón , el recuerdo vivo de que en esa casa siempre tuvieron un hogar, la familia que a sus madres les faltó

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