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miércoles, 9 de septiembre de 2009

El Álbum

La tienda de la esquina


Por Adriana Candia


Desde nuestra perspectiva de niños, hacer un mandado a la tienda era un gusto, no importaba que estuviera ubicada en la esquina de la cuadra o en la punta de otra loma. El camino hasta allá era la oportunidad de correr y saltar en un pie y luego al final de la compra ganarse un dulce de “pilón” o un veinte para la alcancía.

Por las mañanas, tempranísimo, muchas veces llegábamos al mismo tiempo que los proveedores. Recuerdo el tintineo casi musical de los litros de leche envasados en botellas de cristal, bailarinas en las cajas de metal que el chofer del camión bajaba a diario a nuestra tienda de abarrotes.

Aquel mandado, el de las mañanas, no estaba completo sin el pan calientito que invariablemente llegaba cada mañana quién sabe desde cuál panadería. Los acomodaban en grandes, pero cortas cajas de cartón y pocas veces las piezas quedaban para la tarde.

Ya estando en la tienda, era difícil evadir el antojo de los hermosos “cortadillos” o “yoyos” que los niños nunca nos terminábamos a pesar de su atractivo, las empanadas, las “conchas” de chocolate o vainilla, las “piedras” con trozos de nuez, o las “magdalenas” con pasas.

Del cucurucho de papel moreno en que el tendero nos envolvía las piezas de bolillos, evaporaba todavía el calor y el olor del horno y si una abrazaba su mandado podía sentir el crujir de aquellos panes que eran una delicia con o sin cajeta o mermelada.

Sobre el largo y lustroso mostrador de la tienda siempre estaban sentados varios frascos con antojos y delicias: el frasco de los regordetes chiles jalapeños curtidos; el de los “cueritos” de cerdo, también curtidos; y el de los dulces para los pilones. Cerca de ellos siempre estaban las tortillas que también llegaban calientitas a una hora determinada.

En aquel mostrador no faltaba nunca el queso y la enorme bologna (el salchichón) que el tendero cortaba con destreza; ni la pesa metálica en la que muchos aprendimos de a gratis a diferenciar los gramos de las onzas y los kilos de las libras.

No pocas veces me tocó mirar a caminantes desconocidos que haciendo una parada en la tienda se armaban un “lonche” con un pan blanco, un trozo de “salchichón” o una rebanada de queso o “cuerito” de cerdo y el infaltable chile curtido por unas cuantas monedas. Comían su alimento acompañados de un refresco helado como si hubiera sido el “maná” de dios.

Por fuera, la tienda que recuerdo podía confundirse con una casa cualquiera del barrio, aunque su ubicación siguiera la norma no escrita de que debería estar en la esquina de la cuadra. Por dentro, para la atención del público tenía la mitad de un cuarto separado con una estantería cortada a la mitad únicamente para dar espacio a la puerta que comunicaba a la bodega.

Las estanterías que llegaban hasta el techo, eran una abundancia de latas y botellas, pero en la tienda de la esquina una podía encontrar además, desde agujas para un zurcido de emergencia, hasta “curitas” y agua oxigenada. Siempre había cuadernos “polito”, bolígrafos baratos y lápices de colores.

En esos años, a los humanos no se nos había ocurrido todavía la gran idea de contaminar el mundo con el plástico desechable; así que cada quien era responsable de llevar su propia bolsa del mandado, de papel grueso o de tejido de rafia para cargar los abarrotes.

El dinero era importante, pero cualquier jefe de familia que después de unos meses mostraba que era un trabajador, se ganaba el derecho a tener un “cartón” de la tienda: literalmente un trozo de cartón de caja, en donde el tendero le iba anotando a uno las cantidades y la fecha de lo que cada familia consumía durante la quincena o el mes; seguros de que la paga llegaba “contante y sonante” según lo acordado. Viéndola bien, aquellos cartoncillos eran nuestra visa de entonces y las manejábamos todos.

Los letreros insultantes de “no se fía ni se presta…” surgieron después en muchos comercios, pero allá por los sesentas, ¿quién hubiera pensado?

Fueron ya otras tiendas, otros abarroteros y otros clientes.


3 comentarios:

claudia elena banuelos mendoza dijo...

QUE LINDO, POR SUPUESTO QUE RECUERDO TODO ESO QUE ESCRIBE MAESTRA Y LO ANORO POR MI HIJA, POR LOS NINOS QUE HOY CRECEN EN ESTA VIOLENCIA INTERMINABLE Y SIN LA INOCENCIA CON LA QUE NOSOTROS LO HICIMOS, LA FELICITO POR EVOCAR ESOS LINDOS RECUERDOS QUE CREO QUE MUCHOS DESEARIAMOS QUE VOLVIERAN.

Anónimo dijo...

Adriana, I love you.

Anónimo dijo...

Adriana,
Describiste perfectamente La Ballezana.
Saludos.