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miércoles, 12 de enero de 2011

Literarura

La noche en la que mejor ardí

                                                          Alfredo Espinosa

 

Claudia encarnaba la sensualidad. Era deseo puro cuando bailaba. A nadie he visto bailar como a ella. Recuerdo la noche, una de las mejores noches de mi vida, en que ella bailó para mí. Sucedió en el bodegón donde yo trabajaba. Estábamos solos. Abrimos las persianas para que la luz de la luna iluminara los muros, los sillones, el escritorio y demás muebles, los cuadros de paisajes y flores impresionistas que colgaban de la pared, y les impusiera una veladura de tonalidades blancas, lechosas, transparentes. La desnudez de Claudia adquirió, en ese instante luminoso, matices que sólo los he observado en las mujeres pintadas por Delveaux. Era un racimo de gladiolos.

Con su desnuda presencia, por primera vez, la oficina dejó de ser la celda de castigo, la cuesta donde yo realizaba los trabajos de Sísifo, la madriguera en donde me refugiaba a lamer mis heridas, en donde me agazapaba para luego saltar al cuello de mis enemigos.

Vino tinto, pizza, música egipcia e hindú, tangos y poemas. El amor estaba ahí.

Ya antes, Claudia me había metido a algún antro, en Culiacán y Veracruz, por ejemplo, y mientras yo bebía, ella bailaba para mí, al lado de la mesa. Era la mejor bailando, tan segura estaba de ello que me decía, puedes llevarte a la cama a otra pero sólo si baila mejor que yo;  la trémula arquitectura de su cuerpo poseía la sutil flexibilidad a través de la cual se transformaba en música ella misma. Era un poema visual tridimensional y cinético que poseía, además, su música incluida. Yo guardaba en mi entrepierna las baterías para activar ese juguetito. El ojo de su ombligo me hipnotizaba, y su gemelo...

Pero ahora, esa noche, en la oficina, ambos desnudos, un poco borrachos, amándonos, con la luna llena metiéndose con nosotros en un gozoso menage a trois, con un calentón que remedaba una fogata o una chimenea, libres, arribábamos a la plenitud del amor.

Ah, el amor es una locura que florece.

La miraba como Krisna a Radha, en los cantos de Kandidasa. La aparición corpórea y maravillosa del amor bailando bajo la influencia de Venus y con la complicidad de la luna. El fulgor de su belleza deslumbraba.

Cimbraba ligeramente las caderas, y dos altas velas, una sobre el escritorio y otra sobre una mesita de centro, imitaban sus movimientos con el breve fuego, estirando los brazos hacia el lado derecho, sin mover los pies, y echando a volar sus manos como dos palomas, como dos olas que van haciéndose paulatinamente del centro a la orilla del mar, mientras los ojos, traviesos, con sutil coquetería, se movían de un lado a otro. Sus pies descalzos mostraban las uñas pintadas con un brillo de laca, capaces de reflejar la luna, sus tobillos graciosos presumían la sabrosura de los huesitos cantados por López Velarde, y uno de ellos se ataviaba delicadamente con una delgada cinta de hilos coloridos; mirándola, yo alzaba la vista siguiendo sus piernas que iban ganando volumen torneándose con esmero y malicia hasta llegar a la rodilla, y por atrás de ellas, su pliegue se embellecía con dos hoyitos graciosos, uno al lado del otro. Más arriba los ardientes muslos como dos poderosas columnas que enmarcaban y confundían la iglesia en el infierno y la taberna en el paraíso.

Claudia me miraba desde sus ojos felinos, semicubiertos por el mechón de cabello que le cruzaba el rostro salvaje, y azuzaba mi jadeante ansiedad desviando sus pérfidos ojos al crecido obelisco que el deseo había encendido entre mis piernas como un faro que presagiaba una noche de altas mareas. 

La música de su cuerpo había encantado a mis serpientes. Yo era un Tántalo acuciado por las tentaciones. Sin dejar de bailar, Claudia me ofrendaba su risa y la alegría de su corazón.

Disfrutaba de las sinuosas líneas de su cuerpo, de los cambiantes matices de su ritmo y la armonía del alma perturbada. Sus pechos, gemelas colinas, bamboleaban como globos aerostáticos atacados por una ráfaga de viento en el temprano instante del ascenso. Su talle fino, breve y magro, como el de un dombori, esos alargados tambores hindúes estrechados en su parte media, dirigía la orquestación de sus caderas que se redondean como ruedas de una carreta, y al ritmo de una música fogosa, vibraban, trémulas, como si transitaran sobre un camino empedrado.

Con su baile, la oficina se llenaba de flores de ketaki, chamelis, kundas, que brotaban de la música hindú; parules, champas, amarantos, florecían en el escritorio si lo tocaba, y su desnudez esparcía olores de sándalos, pájaros de gorjeos diversos, flores de pétalos coloridos caprichosamente.

Los ojos ebrios de placer, el vértigo de la mirada, el enfebrecido baile. Claudia enarcaba los brazos y los echaba a volar, eran alas, olas, balanceaba los hombros, contraía el pecho y se dilataba por el esfuerzo respiratorio, le era imposible cerrar la boca y abrir los ojos, sudaba, las mejillas se le encendían. A veces entrelazaba los dedos a la altura de la cara, levantaba los brazos y los estiraba hacia mí en actitud insinuante. Su revuelta cabellera volaba y a veces le cubría el rostro, la espalda se arqueaba, y descubría el misterio de sus encantos, totales, en la plenitud de su variada voluptuosidad.

La providencia ha concentrado toda la gracia en el cuerpo de Claudia. Su cuerpo fulgurante, iluminado desde adentro como por una secreta hoguera, y movido con las mañas del fuego. Ay Claudia, muchacha de formas musicales.

Su cabeza, semejante a una luna agitada, provocaba mareas en mi corazón.

Claudia detenía su danza y se montaba sobre mí todavía moviendo sus hombros y sus caderas. El enchufe de nuestros cuerpos se delataba con un sonido acuoso y repetitivo.

--De la ciudad de tu cuerpo – dijo Claudia acercándose a mí -- prefiero el obituri, esta asta de donde pende la bandera de mi patria.

--Te amo –atiné a balbucear invadido por la dicha.

Su embrujo, la ligera sombra de su cuerpo que la luz de las velas proyectaban sobre los muros, me hacía perder la cordura.

Ella estiró la mano y alcanzó la botella de vino blanco. Tomó largos tragos mientras yo me embriagaba con el sudor de su cuerpo que resbala en gotas gruesas entre sus pechos. Claudia me levantaba la cabeza y con un beso me compartía el vino a borbotones.

Una música griega de cítaras lejanas acompasaba el suave galope por las llanuras del placer, y a campo abierto, Claudia comenzó a decir, mirándome a los ojos, cerrando los suyos, abrazándome, susurrando, un poema de Neruda:

 

                     Te amo sin saber cómo, ni cuándo, ni de dónde,

                     te amo directamente, sin problemas ni orgullo:

                     así te amo porque no sé amar de otra manera,

                     sino así de este modo en que no soy ni eres,

                     tan cerca que tu mano sobre mi pecho es mía,

                     tan cerca que se cierran tus ojos con mi sueño...

 

Ese poema declaraba el modo en que Claudia me amaba, y yo me fundía con ella en la celebración de la carne, en las selvas de los deseos, confundiendo mi corazón con el suyo. Compartimos besos de vino y saliva, de sudor y licores rezumados en las destilerías clandestinas del deseo, besos arrebatados, profundos, prolongados. Nuestros sexos unidos hacían una música de suave chapoteo.

Ahora, una música egipcia se repetía en la grabadora mientras practicamos algunas de las quinientas veintinueve posiciones del Kama Sutra y añadíamos otras nuevas.

Cuando la aurora tocó con la punta de su ala blanca los cristales de la ventana, ya habíamos domeñado a los animales del instinto. Estábamos fatigados. Claudia, extendida sobre mi cuerpo, reposaba sosegadamente. Sentía su respiración envolviéndome en su aliento de frutas levemente pasadas. La marejada de su cabello refrescaba el aire. La música se había detenido. De pronto, Claudia respiró agitadamente, se destrabó de mi abrazo y tensándose se arqueó como un epiléptico antes de la convulsión. Con un movimiento brusco se levantó, caminando de prisa pero aún así no alcanzó a llegar al baño y vomitó en el trayecto sobre una mesita apagando la vieja vela que todavía lloraba con lagrimones de cera sepultando los papeles que ahí estaban. Luego, ya en el baño, escuché los esfuerzos de Claudia por deshacerse los contenidos gástricos.

Esa era la caída, el fin de la fiesta. Habíamos volado un poco. Era el tiempo de soportar el humo después de haber disfrutado del fuego. El vómito nos hizo comprendernos humanos y no los dioses que fuimos durante esa noche.

Con humildad limpiamos el piso y la mesa y salimos de la oficina, al amanecer, felices.


Este capítulo pertenece a la novela inédita Intermezzo de amor entre dos (tres) títeres de Alfredo Espinosa.
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