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lunes, 23 de noviembre de 2015

Las raíces socioestructurales del terrorismo fundamentalista islámico


N de la R: La investigación de Antonio J. Romero-Ramírez, (Universidad de Granada) y Yolanda Troyano-Rodríguez ((Universidad de Sevilla), realizaron en 2011, un trabajo académico sobre el tema del terrorismo fundamentalista islámico y es de gran utilidad en este momento para entender los orígenes de los hechos que han desembocado en eventos como el atentado del 9/11 y recientemente los ataques en la ciudad de París. El texto es de gran extensión y del mismo extrajimos básicamente la  introducción, conclusiones y algunos párrafos que nos permiten comprender el fenómeno.

  Por Antonio J. Romero-Ramírez* y Yolanda Troyano-Rodríguez

     El terrorismo fundamentalista islámico no es un fenómeno monolítico, ya que es protagonizado por múltiples y variados actores. A pesar de su diversidad, este fenómeno hunde sus raíces en la propia trayectoria histórica de los países árabe-musulmanes, y en el tipo de estructura política, social y económica de estas sociedades. El análisis de dicha serie de variables es indispensable para poder interpretar el papel y la eficacia del terrorismo fundamentalista islámico en el mundo actual.

                Introducción
                Desde las postrimerías del siglo pasado, el mundo no sólo viene experimentando drásticos cambios sociales, económicos, políticos y culturales, sino también niveles de terror hasta entonces inusitados. La caída oficial del comunismo y la emergencia de una realidad económica globalizada parecían brindar la oportunidad de establecer una nueva dinámica de las relaciones internacionales, que contribuyese a disipar, o al menos a aminorar, las diferencias abismales existentes en el reparto de las riquezas entre unas zonas y otras del planeta, así como a propagar la idea de la democracia y a universalizar el respeto a los derechos humanos.
        Sin embargo, la bipolaridad de antaño ha dado paso a un mundo unipolar, donde predomina, absolutamente, en el ámbito económico, político y militar la gran superpotencia vencedora de la etapa de la Guerra Fría: Estados Unidos. En este sentido, ese gran poderío norteamericano no va a ser contrarrestado por ningún otro poder global, ya que, entre otros organismos internacionales, la ONU viene mostrándose anacrónica, endeble e inoperante en este «nuevo» orden mundial.
           El desorden y el caos generados por la globalización y la decidida política imperialista puesta en práctica por los sucesivos gobiernos norteamericanos, que culminó, incluso, con la invasión de un Estado soberano, como era Irak, han ahondado las diferencias seculares entre los países desarrollados y los que se encuentran aún en vías de desarrollo, y han provocado, sobre todo, el uso habitual de uno de los métodos de protesta más dantescos y extremadamente violentos que existen, el terrorismo. Es así como la reciente ola de terror expandida, fundamentalmente, desde el mundo árabe-musulmán hacia Occidente hunde sus raíces en una serie de factores de carácter psicosocial, en la propia trayectoria histórica de estos países, en la estructura política, social y económica de estas sociedades, y, en definitiva, en la superestructura ideológica y religiosa predominante en dichas culturas.
                El análisis de toda esta serie de variables es indispensable para interpretar el papel y la eficacia del terrorismo fundamentalista islámico en el mundo actual. Pero en este trabajo —esencialmente por razones de espacio— sólo vamos a considerar los factores históricos, políticos, sociales y económicos que se encuentran en la base de este fenómeno, la relación de algunos Estados en la promoción y desarrollo del mismo, y las modalidades que presenta; finalizando nuestra exposición con una serie de conclusiones.

Causas históricas, políticas, sociales y económicas
                En el mundo hay 47 países de mayoría musulmana, tan sólo once celebran elecciones que pueden considerarse democráticas, y ninguno de ellos es árabe. Es más, ni uno solo de los regímenes árabe-musulmanes del norte de África y Oriente Medio es plenamente democrático. Aunque las constituciones de muchos de estos países reconocen, formalmente, el respeto a la democracia y a los derechos humanos, la realidad es muy distinta.
                Existen parlamentos y se celebran elecciones, pero el Poder Ejecutivo suele controlar y abortar el funcionamiento libre y democrático de las otras instituciones del Estado. Se coartan los derechos de expresión y asociación e incluso, suele ser frecuente la represión, mediante cárcel, tortura y desapariciones, no sólo de la oposición política radical y violenta, sino también de la moderada. Estas sociedades viven, pues, una ficción democrática, o al menos no disfrutan de la democracia al modo occidental. « [...] La legitimidad de esos gobiernos [estaría] basada en vínculos clientelares, de tradición, o de simple sumisión».
                Sin embargo, la situación de tiranía vivida por la mayoría de los países árabe-musulmanes deriva, en gran medida, de la propia trayectoria histórica que les ha sido impuesta por las potencias extranjeras. Concretamente, en la zona de Oriente Medio, desde mediados del siglo XIX, éste perderá el control de su historia, que pasará a manos de Europa, los intereses de estas poblaciones quedarán supeditados a los de las potencias extranjeras, y éstas irán consolidando, progresivamente, su dominio de toda la región.
                Ya en el siglo XX, Europa impone la construcción artificial del mapa geográfico de Oriente Medio, lo que acabará por condicionar el turbulento y traumático devenir histórico de todos los pueblos de esa región. Europa ignoraba así la idiosincrasia y los intereses legítimos de estas personas, creó élites superficiales fácilmente manipulables, y sólo tuvo en cuenta la explotación inmediata de estos territorios, en los que ya empezaba a aflorar el petróleo. Para justificar su empresa colonial, los europeos adujeron que asumían la misión civilizacional de crear un Oriente Medio ex nihilo poblado por beduinos primitivos y comunitarismos arcaicos, incapaces del autogobierno.
[...] las ciudades, los pueblos y las comunidades religiosas y étnicas contaban con modos seculares de administración, arbitraje y gobierno, que el nuevo sistema internacional despreció e ignoró, calificándolos de obstáculos para la modernización y para la construcción de Estados-nación de acuerdo con el pensamiento europeo. Sin embargo, esa modernidad jacobina no era en realidad más que la cobertura de la imposición de clanes y élites particulares creadas como instrumento de gobierno hegemónico sobre la pluralidad de identidades que en esa región existía.
                Tras la Primera Guerra Mundial, y la celebración de las Conferencias de Londres y San Remo en 1920, Francia y Gran Bretaña acordaron el reparto definitivo de dichos territorios y la constitución de un Sistema de Mandatos. Una situación que sería recogida por el Tratado de Sevres entre Turquía y los aliados en agosto de 1920, y asumida por la Sociedad de Naciones. Siria y Líbano quedaron bajo la tutela y la influencia francesa, mientras que los británicos ejercieron su control sobre Palestina, Transjordania, Kuwait, Bahrein, Qatar, Omán e Irak.
                No obstante, la mayoría de los pueblos árabes de la región mostraron su rotunda oposición al Sistema de Mandatos, tras constatar que se habían librado del dominio otomano para seguir siendo sometidos a una nueva dominación extranjera franco-británica, percibiendo, además, una nueva y grave amenaza: el compromiso de los británicos con los sionistas. La nación árabe proyectada, independiente y unida, acabó por transfigurarse en diversas naciones árabes, separadas entre sí.
      (...)Así, pues, durante décadas, los continuos desafueros, los abusos y atropellos permanentes protagonizados o propiciados por Estados Unidos en contra del mundo árabe-musulmán han ido generando, progresivamente, entre sus víctimas una gran ola de resentimiento hacia sus representantes y, por extensión, hacia la propia población norteamericana, colocándola en el punto de mira del terrorismo fundamentalista islámico. Estos sentimientos de odio y rencor también se han trasladado al mundo occidental en general, y, en particular, hacia quienes son copartícipes o condescendientes con la política exterior norteamericana en el mundo árabe-musulmán. No obstante, la responsabilidad de Occidente sobre la mala situación de estos países ha sido magnificada, oportunamente, por la propaganda oficial, ya que, al culpar a Occidente y a los judíos de todos los males que aquejan al mundo árabe, los gobernantes tratarían de desviar la atención de las problemáticas internas de sus sociedades. En este sentido, Bin Laden afirmaba en 1996: « [...] El pueblo del islam ha sufrido la agresión, la vergüenza y la injusticia impuesta por la alianza sionista-cruzada y sus colaboradores...».

                Estado y terrorismo islamista
                Una organización terrorista suele ser un actor no estatal, pero su capacidad operativa se vería enormemente potenciada si cuenta con el respaldo de algún Estado, que le facilite refugio, campos de entrenamiento, financiación, armas, inteligencia o medios de propaganda. La comunión ideológica es un factor destacable en el apoyo estatal del fenómeno terrorista, pero también lo serían otras consideraciones de carácter estratégico, tales como la oportunidad de apoyar a un grupo enfrentado a otro Estado enemigo.
        De cualquier manera, la relación entre un Estado y una organización terrorista es muy compleja y sinuosa. Se trata de actores egoístas, que suelen poner en práctica un doble juego, al no llegar a confiar plenamente el uno en el otro, y que procuran obtener lo máximo sin arriesgar sus intereses particulares. Por motivos muy diversos, y con distinto grado de implicación, hay un gran número de Estados comprometidos en el origen y desarrollo del fenómeno terrorista islámico.
       Así, Irán y Sudán han sido dos de los países que más han contribuido a su auge. Tras el triunfo de la revolución islámica impulsada por Jomeini en 1979, Irán se convirtió no sólo en enemigo de los regímenes árabes que consideraba apóstatas (Irak, Arabia Saudí), sino también de Israel y Estados Unidos. Por ello, ha prestado su apoyo a grupos terroristas que compartían esas mismas enemistades, tales como: Hezbollah, en el Líbano, y Hamas y la Yihad Islámica, en Palestina.

                Modalidades de terrorismo islamista
                El terrorismo islamista no es un fenómeno monolítico, pues quienes lo practican difieren en sus orígenes, motivaciones, fines y modos de operar. No obstante, todos ellos coinciden en el uso de la violencia con fines político-religiosos y anhelan instaurar regímenes islámicos. En unos casos, ésta es su única aspiración, y, en otros, pretenden conseguir primero la independencia de un territorio, para después islamizarlo. En este sentido, existirían hasta tres grandes modalidades de terrorismo islamista: el que pretende islamizar un Estado ya existente, el dirigido a la creación de un nuevo Estado —al que habría de islamizar posteriormente—, y el terrorismo global.

Terrorismo versus Estado apóstata
      La primera modalidad de terrorismo islamista pretende, fundamentalmente, alterar por la fuerza la distribución del poder en el seno del Estado donde actúa. Tras la conquista del poder, con los resortes del Estado, entonces, a su favor, tratarían de imponer la islamización desde arriba, rigiendo la sociedad de acuerdo con las prescripciones coránicas. La violencia terrorista sería, por lo tanto, la vía adecuada para reconducir a la población al verdadero camino trazado por la religión, del que habría sido apartada por los regímenes apóstatas.
       Aunque la mayoría de las organizaciones que practican este tipo de terrorismo suelen limitar el alcance de sus operaciones al interior de sus respectivos países, muchos de sus integrantes vivían en el extranjero, donde disfrutaban de la condición de refugiados políticos y pudieron desarrollar, con cierta impunidad, tareas de propaganda y apoyo a las células operativas internas.

      Terrorismo de liberación
     El terrorismo de liberación pretende, por su parte, la emancipación de un territorio determinado, para después islamizarlo [Ejemplo es el Estado Islámico, autor de los ataques en París]. Esta modalidad terrorista suele obtener mayor respaldo popular que la anterior, ya que se trata de luchar contra un enemigo exterior, que usurpa por la fuerza e ilegítimamente el espacio territorial anhelado. La lucha no sólo adquiere, de este modo, un carácter político-religioso, sino también de liberación nacional. El blanco de los ataques ya no es la propia comunidad, sino quienes representan al bando contrario: las fuerzas de ocupación y la población civil del país invasor. Éste, a su vez, hará lo propio, al reprimir a los activistas y a sus compatriotas civiles. Unos y otros entrarán así en una dinámica infernal, basada en la lógica acción-represión-acción.

                Terrorismo global
      El terrorismo global constituye, por último, la principal novedad en la práctica del terrorismo islamista. Este tipo de violencia viene siendo protagonizada por Al-Qaeda, « [...] un entramado terrorista complejo y flexible, único por su alcance transnacional y composición multiétnica». Al-Qaeda aspira a la reinstauración del califato, es decir, a la reunificación de toda la comunidad de creyentes (umma) bajo una misma entidad política, regida por las leyes del Islam. Ello va a implicar un flagrante desafío al orden establecido por los regímenes árabes apóstatas y, por extensión, al orden internacional.
     Los nuevos movimientos sociales actuales del mundo árabe-musulmán, bautizados en los medios de comunicación como la Primavera Árabe, han venido a evidenciar el fracaso del terrorismo como método para cambiar la realidad de esos países. Y, ante una situación de crisis económica descomunal y de alcance planetario, llegan a representar a las viejas revoluciones sociales de toda la vida, las teorizadas por Carlos Marx, o las vislumbradas por Napoleón, cuando afirmaba que «es el vientre quien hace las revoluciones [...]».
      La presencia y la actuación de dichos movimientos sociales suponen, asimismo, un reto y una oportunidad de oro para el mundo occidental. Un reto, porque Occidente debería aceptar que la democracia es plausible y deseable en el mundo árabe-musulmán; una oportunidad de oro, porque Occidente podría aprovechar este momento histórico para intentar modificar su pésima imagen en el mundo árabe-musulmán.
     De hecho, a ello parece responder la nueva política exterior norteamericana de Barack Obama y la de otros líderes occidentales, al permitir el cambio sociopolítico en Egipto y Túnez, o al impulsarlo y acelerarlo en Libia, y al tratar de provocarlo en Siria. No obstante, con independencia de la evolución sociopolítica de las sociedades árabe-musulmanas, es de prever que el terrorismo fundamentalista islámico permanezca enquistado en las mismas, y siga siendo una opción legítima y deseable, aunque minoritaria e, incluso, marginal, para cambiar la realidad de dicho mundo.

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