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domingo, 22 de noviembre de 2009

«Azuela en Ciudad Juárez»



Por: José Manuel García-García

12 de octubre de 1915; 4 de la tarde:
El doctor volvió a sentirse dueño de su breve espacio. Esto después de dos horas de traer al de «guaripa» clavado en sus costillas.
En Samalayuca también bajaron la vieja de aliento avinagrado, la niña con cara de mico, y el tartamudo que lo vino martirizando con historias de robos y ajusticiados.
Ahora sí podría redondear el personaje de Solís…
Sacó su cuaderno y se puso a escribir.
Imaginó a Alberto Solís frente a él, en el lugar del tartamudo.
«¿Me toca morir?», preguntó Solís.
«Imagínate», le dijo el doctor Azuela, «imagínate en el mero pico del cerro de la Bufa; en el momento en que los villistas están tomando la ciudad de Zacatecas. Tú platicas con Luis Cervantes, que permanece oculto a las balas que disparan desde abajo…».
«…Morir en el momento del gran triunfo…»
«Tú estás emocionado. Hablas maravillas de la revolución».
«La revolución es hermosa aun en su barbarie», interrumpió Solís sonriendo.
«Imagínate, tú en medio de las balas, a la hora más alta del villismo. Odiando lo que sigue al combate: los vicios de la revolución, esos que han ido alimentando tu desilusión, tu pesimismo…»
«Y entonces yo exclamo de pie: Nuestra raza se condensa en dos palabras: ¡robar, matar!.... Nosotros ofrecimos todo nuestro entusiasmo, ¿para qué? ¡Pueblo sin ideales, pueblo de tiranos!... Lástima de sangre!...¡Raza irredenta!»
«Sí, claro… Luego mirarás hacia abajo: la ciudad de Zacatecas envuelta en humo y polvo de cada casa derribada y cada techo que se hunde. Los federales al sur, huyendo en sus trenes. Verás el humo de la locomotora que escapa a la venganza revolucionaria.
«Esa es una hermosa metáfora».
«Y el final. Escucha este final: «Solís sintió un golpecito seco en el vientre, y como si las piernas se le hubiesen vuelto de trapo, resbaló de la piedra. Luego le zumbaron los oídos…. Después, oscuridad y silencio eternos...»

Solís, el del balazo en el pecho, miró el paisaje solitario por la ventanilla del tren. No dijo más.
El doctor Azuela se olvidó del traqueteo del tren, los minutos pasaban. Luego se fue durmiendo.
Despertó al llamado del boletero: iban entrando a la estación de Ciudad Juárez.
La tarde, tibia, acompañaba la soledad de los viajeros retrazados.
El doctor se formó en la fila de revisiones. Los oficiales, apresurados, no abrían las valijas, sólo veían los rostros de los que acababan de llegar.
El doctor Azuela traía barba crecida y espejuelos redondos, a la manera de Carranza.
Los oficiales tomaron a broma la apariencia del viajero.
En la maletita llevaba un cuaderno, algunas medicinas y un par de cambios de ropa.
Después de responder a algunas palabras con los oficiales, se encaminó hacia la salida de la estación. Todavía escuchó la carcajada del oficialito moreno, el de cicatrices en la cara.

El doctor caminó por unos minutos.
Entendió que había equivocado el camino, se sentó en una banca para admirar la estatua de Benito Juárez.
Reconoció los símbolos masónicos que cubrían con su leguaje secreto de pies a cabeza el monumento.
Pensó en Madero. Él estuvo aquí hace ya casi cinco años.
….¿Y todo para qué?

Al pie del monumento estaba un hombre flaco que hacía malabares con tres bolos.
El doctor Azuela le aplaudió. Le dio unas monedas y le preguntó por el Hotel Hidalgo.
Junto con la dirección, el fakir le dijo que tenía hambre, que había sido un payasito de un circo, pero le habían quemado la carpa y ahora daba su número en la calle.
Le contó otras cosas: la hija se le había «juído» a El Paso, Texas, a «servile» a un güero de apelativo Cervantes…
El doctor le dio un par de monedas, las gracias por la información y la historia.

*

A mediados de 1914 el doctor Azuela visitó Ciudad Juárez.
De las «Dos veces viví en Ciudad Juárez», recuerda el doctor, «tengo muy presente en la memoria el restaurante Delmónico, de Ciudad Juárez, lugar donde desayunaban los villistas. En ese restaurante trabajaba un mesero profundamente antipático: chaparro, carirredondo, mofletudo y encendido, sus ojos inyectados a verter sangre. Presumía de conocer a Villa y a los soldados los trataba de una manera insolente».
De ese personaje nació el Güero Margarito: El lado más bárbaro de la revolución del norte.

*

El doctor Azuela tenía 4 días en su nuevo exilio.
Por curiosidad visitó el restaurante «Delmónico» (sigamos confiando en la memoria de Azuela).
«El mesero ese se suicidó», le dijo un joven que acomodaba mesas.
El doctor murmuró un «gracias» y se alejó del lugar.
El modelo de la insolencia villista se había dado un tiro en la frente.

*

Después fue a casa de un amigo que le había prometido establecerlo como médico; se había ido a Estados Unidos.
Desesperado, el doctor Azuela pensó vender el librito que estaba escribiendo. Invitó a los pocos conocidos que tenía: a los licenciados Enrique Pérez Arce, Abelardo Medina, Enrique Luna Román y algunos otros profesionistas. Les leyó los dos primeros capítulos; a todos les gustó la figura de Demetrio. Fue, dijo uno de ellos, una velada de recuerdos.

Dos días después, el licenciado Luna, llegó con una gran noticia: ya tenían editor.
A Fernando Gamiochi, que tenía a su cargo El Paso del Norte, le había interesado la oferta.
Todavía faltaba salvar varios inconvenientes: Gamiochi era carrancista y Azuela un notorio villista; además, la novela todavía no estaba terminada.
La entrevista con el señor Gamiochi salió bien: el doctor le explicó que su novela era «una serie de cuadros y escenas de la revolución…, débilmente atados por un hilo novelesco. Podría decir que este librito se hizo solo, que mi labor consistió (dijo) en coleccionar tipos, gestos, paisajes y sucedidos».
A Gamiochi le gustó la forma en que le había hablado el doctor, le gustó el argumento (lo entendió como un alegato contra el villismo), y le propuso al autor publicar el texto en 23 entregas, comenzarían el 27 de octubre y lo terminarían el 21 de noviembre. Con mil ejemplares de sobretiro y 3 dólares a la semana a cuenta, mientas hacían la impresión. Y además, con la promesa de publicar al mes siguiente una edición en rústica de la obra.
A Gamiochi le gustaban mucho las novelas, ya había leído, aunque hacía tiempo de eso, algunos capítulos de El judío errante de Sué.

El señor Gamiochi le ofreció al doctor Azuela su oficina para que terminara el trabajo.
Azuela tenía pues 10 días para pasar a limpio sus notas y construir sobre la marcha el final de la novela.
Cada tercer día, el doctor Azuela iba a las oficinas de El Paso de Norte (ubicadas, según el historiador Dorado Romo, en el Hotel Orizaba. Calle de El Paso, 801 sur; y no en la calle Oregon, 609 sur, como creían algunos académicos distraídos que pusieron una placa conmemorativa en tal domicilio). Decía que el doctor Azuela iba a las oficinas cada tercer día. Al terminar paseaba por las calles principales de El Paso. Su lugar favorito: la Placita de los lagartos. («Qué extraño, decía, qué extraño y que hermoso es todo esto: ¡lagartos a la mitad de la ciudad!»).

*
(2 de noviembre de 1915; 10 de la noche. Hotel Hidalgo, Ciudad Juárez.
El doctor Azuela escribe algunas notas para pasarlas a limpio al día siguiente en la redacción de Gamiochi. Ha convocado a tres de sus personajes más queridos. Conversan):

«Curro»— Usted y yo nos parecemos doctor. Hasta nos venimos a exiliar en este bárbaro norte.
Azuela— Igual le pasó a Juárez, Orozco, Huerta y a miles y miles de porfiristas, carrancistas, villistas, orozquistas. Ya lo ven, de derrota en derrota, desde Guadalajara hasta Ciudad Juárez… Mañana me voy de este escondrijo a la vecina ciudad, ya encontré un hotelito dónde quedarme.
Valderrama— Idealista revolucionario; Jefe de Servicio Médico con el grado de teniente coronel; exiliado villista; amasijo de tristezas; escritor del desencanto reaccionario.
Azuela— Mi idealismo acabó muy pronto. La primitiva y favorable impresión que tenía de los hombres de la revolución se fue desvaneciendo en el cuadro sombrío del desencanto: Desde la caída de Madero, desde mis primeros días de médico villista se me fue revelando ese mundo «revolucionario» de amistades fingidas, envidias, divulgación, espionaje, intrigas, chismes y perfidia. Nadie pensaba ya sino en la mejor tajada del pastel a la vista.
Solís— Eso mismo pensé yo, o me hizo decir usted mi estimado doctor: yo también era un entusiasta de la revolución, la pensaba como una florida pradera al remate de un camino. Pero los «revolucionarios» no eran idealistas; eran oportunistas. Después de cada triunfo venía el saqueo, el robo, la venganza, el crimen. Todo eso fue la pura hiel. La hiel pura que amargó mi entusiasmo. No había más: o ser un bandido igual que ellos, o desaparecer en un egoísmo impenetrable y feroz.
«Curro»— Usted doctor y tú Solís, se parecen mucho.
Solís— Sí. Yo también aprendí a odiar la «revolución» observando lo que otros no podían ver: odié la falsa revolución desde sus insignificancias, naderías: gestos inadvertidos para los demás, hasta la multiplicación de las muecas pavorosas y grotescas de las orgías de triunfo, las invasiones a casas, restaurantes, robos a las tiendas, extorsiones, fusilamientos… ese gusto por violar, torturar, ahorcar.
«Curro»—La revolución fue un gran fracaso.
Solís y Azuela, en coro irónico, amargo— La revolución es el huracán, y el hombre que se entrega a ella no es ya hombre, es la miserable hoja seca arrebatada por el vendaval…
Valderrama— Señores, tengan ustedes la cortesía de distinguir entre la revolución verdadera y la falsa revolución. ¿Villa?... ¿Obregón?… ¿Carranza?... ¡X… Y… Z…! ¿Qué se me da a mí?... ¡Amo la revolución como amo al volcán que irrumpe! ¡Al volcán porque es volcán: a la Revolución porque es Revolución!... Pero las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo, ¿qué importan a mí?…

Azuela pensó en las palabras de Valderrama. Las mismas que Azuela había escrito en el cañón de Cerro Gordo, cuando fueron atacados por una partida carrancista. El doctor se había ocultado en una cueva para tomar apuntes para la escena final de la novela apenas comenzada. Mucho le costó al doctor esta huida: humillaciones, burlas y sobrenombres que los revolucionarios le fueron adornando desde Cerro Gordo a Chihuahua. Pensó en los dos jefes revolucionarios a los que tuvo que atender como médico: Julián Medina y Miguel Caloca; el espírita y el mongoloide, que de ambos surgió el personaje Demetrio Macías, ese jefe revolucionario honesto pero pasivo. La esposa de Macías le pregunta al final de la novela: «¿Por qué pelean ya, Demetrio? El revolucionario toma una piedrecita y la arroja al desfiladero, y dice:
«Mira esa piedra cómo ya no se para…»
Los de abajo no pudieron escapar de la bola, Azuela, Cervantes, Solís y Valderrama, sí.

*
20 de noviembre, El Paso, Texas. 4 de la tarde.
De El Paso admira su limpieza, sus edificios y sus calles principales: la Mills, la Mesa, la Main, calle Oregon, por la que ahora camina rumbo al Hotel Regis, a su restaurante preferido. Hace frío. El famoso frío del norte, las heladas que matan a los sureños.
El doctor Azuela va contento, ha terminado la última página de su novela. En los kioscos de la zona mexicana conocida como «Chihuahuita» o el «Segundo Barrio», todavía se ven algunos ejemplares de El Paso del Norte, con la penúltima entrega de su obra. Mañana los lectores sabrán en qué acabó todo. (Qué lectores, piensa el doctor Azuela, si nadie ha leído mi trabajo).
Recuerda a Carmela, su esposa; le hubiera gustado celebrar con ella, llevarla a cenar esa noche. El doctor le había enviado varias cartas, sin respuesta de ella. La última se la envió hacía 10 días, donde le habla del invierno, el frío; le pedía que se hiciera cargo de sus negocios: la botica, el rancho de Altamira. Y le rogaba que le mandara ejemplares de sus otras novelas, para venderlas en El Paso. Por lo demás, esperaba pronta respuesta de la solicitud de garantía para regresar a Jalisco.

El doctor Azuela cruza la calle Mills, observa los alumbrados públicos, los anuncios en los aparadores. En los estantes del Hotel Regis, compra un cuadernillo de cuero.
Ya instalado en su mesita preferida, escribe su nombre en la primera página del cuadernillo y en la segunda esta nota: El Paso. Sus calles. «Enhiestas construcciones iluminadas por millaradas de luces blancas y cintilantes; parpadeos de luces multicromas que anuncian un Ñ Bank o una X Store… El triunfo inclemente de la línea recta...» La mesera, una joven anglo que ensaya su español, lo interrumpe con un saludo y sonrisa servicial.
Sí, admira la arquitectura de El Paso: Cuerpo hermoso, pero hueco, vacío.
El doctor Azuela come con gusto. Comida con sazón mexicano. El «chef» y los meseros lo conocen, lo estiman. Él les ha dicho qué medicina comprar para el resfriado, para la dolencia.

Después, sale rumbo al Hotel Orizaba.
En la placita el alumbrado público se enciende. El doctor camina hacia una de las bancas próximas justo frente al redondel de los «lagartos».
Una joven vestida de blanco le da un anuncio: «La hermana Flor adivina su futuro. Espiritismo y viaje astral. Garantizado».
Al doctor le extraña que una dama tan bien vestida, tan hermosa, reparta ese tipo de fraudes. Se guarda el papel en el saco y camina rumbo a un grupo de lo que cree paisanos. Más tarde anotará en su cuaderno: «En la acera, gentes graves hacen ruedo a un hombre de mirada de cordero y uniforme de dorados galones, que habla con Dios y de nuestros pecados y de nuestra salvación. Mientras sobre el retirado pergamino de una caja acústica, caen dimes, quarters, nickels… Y un negro macilento y haraposo habla mucho del infierno, y vuelve los ojos en blanco y muestra las carnaduras amoratadas de su boca desdentada y se contorsiona como un poseso… ¡El infierno! ¡El infierno! Grita el Hombre».
Un comentario en otro color, en la misma página, dicta:
«¡Mi tierra salvaje y bárbara, tú no crees en Dios… porque eres Dios!»

*
El 16 de diciembre le envía una segunda carta a su esposa. El doctor Azuela se queja del frío («los días han estado muy fríos y muy nublados, y eso me tiene un poco deprimido»), además crecen los rumores de que los carrancistas ya viene a tomar Ciudad Juárez. Esto ocurre el 20 de diciembre.
Unos días después, el doctor Azuela se acoge a la ley de amnistía para los villistas. Y de esa forma vuelve a su tierra a finales de ese mes.
De su partida, el doctor recordará dos cosas: al militar, simpatizante del villismo que los ayudó a tomar el ferrocarril de la salvación (sí, pensó en Solís y sus metáforas), y recordó (esto no está registrado en ninguna parte) en los personajes de su novela, esos que se quedaron para siempre en el exilio, en las terribles ciudades de los desiertos de norte.



[Basado en Mariano Azuela. Los de abajo (edición de Marta Portal, publicado en Cátedra, Letras Hispánicas, 2003). La opinión de Campobello está en Emmanuel Carballo. Protagonistas de la literatura mexicana (SEP, Lecturas Mexicanas, 1986). Las memorias de Azuela y la carta a su esposa corresponden a Luis Leal. Mariano Azuela: el hombre, el médico, el novelista. CONACULTA, 2001.
En nuestro texto, las frases en letras itálicas son citas directas de los textos mencionado.]



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