Por José Manuel García-García
Lo que otros veían en Madero:
Villa no dejaba de elogiar sus palabras de hombre «leido y escrebeido». Admiraba sus manos blancas de maestro ante sus discípulos. Sus manos de hombre rico, culto y generoso dedicado a curar a los enfermos con sus magnetismos, sus sonambulismos y sus medicinas homeópatas.
Abraham González admiraba su elocuencia, su honesta mirada. El brillo en sus ojos de hombre de paz en medio de la guerra.
Orozco odiaba al tamaño de hombre. Su brevedad física. Orozco sólo se dejaba mandar por hombrones que le pedían los máximos sacrificios.
Carranza, el suspicaz viejo escondido entre sus barbas y gafas, lo miraba con risueño sarcasmo. A ver cuánto da de sí el catrincito. A ver hasta dónde puede llegar.
Sarita, la joven enamorada de su Paco. Enamorada de la sábana de caricias frescas en los veranos del norte. Prendida de las manos de su amor, sus caricias que la arrullaban y ella cerraba los ojos y se dejaba hacer por ese Francisco I. Madero que la besaba, que entraba en ella, en su cuerpo también breve. Y repudiaba a ese otro Francisco el abstemio de placeres físicos, el que almacenaba su energía para hablar en pureza con las voces de la Providencia.
*
(Estamos en la famosa Casa Gris o Casa de Adobe situada a orillas del río Bravo, junto a la refinadora. Madero, iluminado con un quinqué, escribe una carta fechada el 7 de mayo de 1911. Madero se detiene. Mira la luz que lo alumbra y toma con un gesto de autómata otro papel. En él escribe con una caligrafía que no es la suya. Escribe como siguiendo un dictado. Del lado oscuro del cuarto se desprende una sombra que se acerca a la luz: es Benito Juárez. Madero se incorpora. Saluda con un gesto de viejos amigos. Benito toma asiento. Conversan).
«El río Bravo. Sí, lo recuerdo. Mi —en aquel tiempo— querido amigo Lerdo de Tejada se quejaba de sus lodos. Vea usted, Lerdo tenía la piel blanca y una calva total le coronaba la cabeza. Estas tierras del norte no fueron hechas para hombres como él, tan pulcro, tan exageradamente pulcro.
Lerdo escribió en sus Memorias lo que a diario era su tema de —sabe usted—. Yo lo escuchaba, como ahora me escucha usted: «El Paso del Norte» —decía— «es una de las poblaciones más tristes de México. Aquí hace un sol implacable», —se lamentaba—. «La tierra es de un blanco sucio insufrible», —lloraba—. «Las aguas del Bravo son de lodo, de una corriente turbia y cenagosa», —sufría—.
«Dígame, señor Presidente ¿ha hablado usted con él? ¿No? Son ya muchos años…»
«Hay espíritus con los que mejor ni hablar».
(Silencio. Madero y Benito se miran. Piensan en sus respectivas vidas).
«Aquí amigo Arjuna —permítame llamarlo a usted así—, recibí la noticia de la muerte de mi querido Antoñito, mi hijito. El año anterior ya había perdido a mi otro hijo, a mi Benito Chiquito, mi Pepito».
(Madero se acerca a Benito. Intenta ponerle una mano en el hombro a manera de consuelo. Pero la mano tocó el vacío).
«Bueno, no importa eso ahora; la tristeza es cosa de mortales. —¿Sabe usted?—, cuando llega al lado luminoso de «lo inmortal» uno se acostumbra a la irrealidad que es el ahora permanente de lo muerto».
«Desde hace años, señor Juárez, la vida es para mí un Deber Ser ante la Providencia y sus caminos a la perfección humana».
«Entiendo su idea aunque no la comparto estimado Arjona. Su andar va a la perfección de lo humano cuando debería aceptar ser sólo un signo cabal en la perfecta arquitectura del universo. Vea ahora, usted tiene que combatir a un hombre astuto, falso, hipócrita. Él cumple su naturaleza, es uno con ella; usted debe hacer lo propio. Dejar que las sombras de las armas hablen».
(Madero pensó en la mañana de aquél 20 de noviembre de 1910 cuando al cruzar a Piedras Negras sólo contó 10 de los 400 hombres que le habían prometido para hacer la revolución).
«El 20 de noviembre marcó mi destino en el esquema del universo, para hablar su lenguaje, señor Presidente. Fracasé ese día».
«Pero desde mañana usted tendrá la oportunidad de mostrar —para usar sus propios términos, estimado Arjuna— de demostrar, decía, su jerarquía moral; no en actos militares; en actos de amor y perdón. Sentimientos que usted en mucho valora».
«Pero los espíritus de la guerra reclaman sangre», dijo con sonrisa irónica Madero.
«En eso hay que tener cuidado, querido Arjuna. La toma de Madrid no dio a Napoleón I el triunfo en toda España…»
«¿Y lo de dejar que las sombras armadas se enfrenten?»
(La luz del quinqué se reduce. Antes, don Benito Juárez se disuelve en el humo de las sombras).
*
El cuartel del ejército de Arjuna:
Al menos protegía del calor de mayo.
Con su piso de tierra (siempre mojado para evitar que se alzara el polvo).
Con sus muebles improvisados (una mesa, varias sillas, un par de catres plegadizos).
Y la puerta que daba al noreste, al río Bravo. Esa pobre puerta abatida a empujones y flanqueada por dos modestas ventanas, centinelas inútiles.
Las paredes eran de adobe sin enjarre; con la base carcomida y el techo sostenido por 14 vigas rústicas.
Sobre la puerta había un cordón de teléfono unido a un poste del lado de El Paso. Al lado superior del marco de la ya muy mencionada puerta, estaba una placa donde se leía: «The Tri-States: Local, Long Distance Telephone». Madero usó este teléfono para comunicarse con sus seguidores y con el estupefacto general brigadier Navarro.
Bien vista, la puerta mostraba las marcas del zapato que a empujones la abría….
De cualquier forma, la Casa Gris era un símbolo que tumbaría de risa a un franciscano.
(Cosas como esas poco le importaban al místico Madero).
*
(Carta de los señores Braniff y Esquivel Obregón al licenciado José Y. Limantour, fechada en El Paso, Texas, el 9 de mayo de 1911):
«Anteayer publicó Madero un manifiesto declarando que por patriotismo, a efecto de evitar complicaciones internacionales, no atacaría Ciudad Juárez ni ninguna otra población de la frontera. Anunció en el mismo manifiesto que se retiraba hacia el Sur.
«Pero la verdad era muy otra: nosotros vimos en el cuartel general de Ciudad Juárez, junto al general Navarro, cómo él y sus hombres defendían la plaza. Nosotros con estos ojos, vimos los disparos de los enemigos y las descargas federales. Nosotros, testigos, vimos, miramos, observamos la toma de Ciudad Juárez, y a vimos Madero en durmiendo sus laureles.
«Nosotros le pedimos a Madero que cesaran los ataques. Y Madero envió a uno de sus hombres con bandera blanca. Pero no fue obedecido. Nunca fue obedecido (ni el enviado ni Madero). Los rebeldes se burlaron del que llevaba la bandera; cómo le llovieron de insultos: «¡Empacíficame ésta!» / «¡Ve y dile al chaparro hijo de tal, que cómo se maderea!» / «¡Llévate estos huevos pa que se desayune Madero y su familia!».
Entonces viendo que nadie le hacía caso, Madero ordenó el ataque, ese que desde la mañana había comenzado, sin él.
Pero entre la noche del 8 de mayo y la mañana del nueve, Madero se arrepintió unas seis veces de aprobar el ataque y luego se arrepintió otras tantas de arrepentirse de haberse arrepentido de haber aprobado el ataque que se había iniciado sin él.
«En vista tantos cambios de un extremo para otro por parte de Madero estamos verdaderamente perplejos, pues aun-cuando insistimos en creerlo de buena fe y rectas intenciones, vemos con pena que no tiene energía suficiente para imponer su propio criterio a algunos Jefes militares y consejeros que tan abiertamente lo desobedecen.
«Sólo nos queda pedirle retire instrucciones a Carvajal para salir de ésta a fin de no cerrar puerta definitivamente. Mandamos a Madero copia de este telegrama.»
*
(Madero responde la carta a de Braniff-Esquivel, les asegura que él, Madero, es el Jefe del Ejército Libertador y que sólo a él obedecen las fuerzas insurrectas. La carta fue escrita el 9 de mayo de 1911, en los márgenes del río Bravo, «frente a Ciudad Juárez»).
«Muy señores míos: Yo di la orden de ataque. Yo, Madero, no otro. Yo recibí un telegrama ayer. Recibí varios telegramas ayer donde me decían que el General Díaz no pensaba retirarse, lo que nos hizo suponer que se trataba de un nuevo ardid para ganar tiempo. En vista de estas circunstancias y de que los nuestros tenían ya posiciones muy importantes de la población, di la orden de ataque, pero hasta que no lo hube avisado primero a ustedes y al General Navarro».
«Mis hombres me obedecieron porque ya antes me habían desobedecido: Mi orden fue fulminante: iniciar el ataque que a esas horas estaba casi consumado.
«Me explico: La gente que entró en la mañana (del lunes 8 de mayo) fue un grupo insignificante, que fue engrosando después de que los federales hicieron fuego sobre la bandera blanca, y que, sobre todo, fueron engrosando considerablemente por simpatizadores que se encontraban dentro de Ciudad Juárez.
«Además, la orden que yo daba a los soldados para que se retiraran era en la inteligencia que sólo estaban debajo del puente, pues de allí era muy fácil retirarlos; pero, desgraciadamente, los informes que me dieron eran inexactos, y se encontraban en muchas casas, lo cual cambiaba diametralmente la situación.
«Por tal motivo, es inexacto que algunos de mis jefes me hayan desobedecido, pues no atacaron sino cuando recibieron orden mía, y lo hicieron hoy (9 de mayo) en la madrugada.
*
El 21 de mayo de 1910, se firma por fin el tratado de paz; Madero celebra el triunfo en el Teatro Juárez: Habla, brinda, está feliz.
Con él celebran todos los revolucionarios.
Allí estaban todos los que fueron:
El espírita mismo, Francisco I. Madero, hecho prisionero en un ataúd de metal sellado.
El tuerto Gustavo Madero, muerto a golpes y con un puñal metido en un ojo.
El poeta Pino Suárez, fusilado en una lejana Penitenciaría.
El transa Venustiano Carranza, emboscado, deshecho a balas por sus más queridos discípulos.
El pétreo Francisco Vázquez Gómez, muerto de rencores y de años.
El patriarca Abraham González, emboscado por la mano invisible de Huerta.
El hábil José María Maytorena, beneficiado por la generosa revolución.
También celebraban allí:
El rencoroso Pascual Orozco, desangrado en un páramo solitario de Texas.
El bravo Francisco Villa, emboscado en Parral, luego cadáver sin cabeza.
El socialista Lázaro Gutiérrez Lara, fusilado por los carrancistas.
El galán Giuseppe Garibaldi, muerto de nostalgia por sus muchas guerras.
El viejo Máximo Castillo, caído en la Habana al ir empujando su carrito de verduras.
El del Divino Rostro Roque González Garza, muerto de longevidad y poder.
El del rostro de piedra José de la Luz Blanco, muerto desterrado en la sierra de Chihuahua.
El teresista Lauro Aguirre, paseño que murió para encontrase con la Santa de Cabora en el cielo de santos y redentores.
Y allí estuvo también el desconcertado Marcelo Caraveo. Fallecido una tarde de 1951 cerca del Teatro Juárez, donde celebró 40 años antes el triunfo de su jefe Francisco I. Madero, mientras Orozco y Villa salían a caminar dejando que los señoritingos festejaran a su manera todo lo que quisieran.
*
(Teatro Juárez, mesa de honor):
Villa permanece sentado («todo cortado, y la verdad es que no saborié la comida») oyendo discurso tras discurso («toda la bola de políticos habló de lo lindo»); aburrido, enojado («los únicos que permanecimos mudos fuimos Orozco y yo»).
Madero se acerca hasta Villa y le pregunta en voz alta:
«¿Qué tienes Pancho, por qué esa cara? Si ya se acabó la guerra».
Villa le contesta después de una pausa:
«Usté ya echó a perder las cosas».
Madero ve a los invitados, sonríe. Pone su mano sobre el respaldo de Orozco. Lanza otra pregunta:
«A ver Pancho, ¿por qué?».
«A usté lo han hecho maje todos estos curros, no tardarán en mocharnos el pescuezo».
«Dime qué propones entonces».
Sonrisas atoradas de los comensales.
Francisco Villa se incorpora:
«Que me dé usted autorización para colgar a toda esta bola de políticos y que siga la revolución adelante».
Carraspeos. Una carcajada nerviosa por allí, otra más allá. Silencio. Todos viendo a Madero. Sólo se oye el silencio.
«¡Ah, qué bárbaro eres, Pancho. Siéntate, siéntate!»
Voces. Miradas fijas de repudio. Cuchicheos. Luego, poco a poco, vuelta a la algazara, la celebración.
*
Francisco I. Madero regresa a El Paso. Agotado, feliz, escucha los comentarios de Sarita y de su hermano. Pero no deja de pensar en Pancho Villa, su actitud, sus palabras.
«Pobre Pancho, su naturaleza no lo deja ver el objetivo final de toda esta lucha. Si pudiera oír las voces de don Benito Juárez, de mi querido Raulito Madero, de mi gran guía José. Si pudiera ver los cuerpos inmateriales de Serdán y de Escobedo, si los escuchara como yo los oigo; me daría la razón. No son los hombres de las armas los que nos llevarán a la siguiente estadía en nuestra evolución a la perfección».
*
[Texto basado en varios textos. El diálogo está basado e inspirado en dos libros: Enrique Krauze. Francisco I. Madero, místico de la libertad (Fondo de Cultura Económica, 1987). Ignacio Solares. Madero el otro (Joaquín Mortiz, 1989). La carta de Madero se encuentra en Benjamín Herrera Vargas. ¡Aquí Chihuahua! Cuna y chispa de a revolución mexicana. Edición del autor, publicado en Ciudad Juárez, sin fecha, posiblemente 1980. La carta de Braniff y Esquivel fue tomada de En José Yves Limantour Apuntes sobre mi vida pública (1892 - 1911). El apéndice: “Documentos relativos a las negociaciones con Francisco I. Madero y con los representantes de la Revolución”. En http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/historia/limantour/indice.html. Y Paco Ignacio Taibo II. Pancho Villa, una biografía novelada (Planeta, 2002). Aclaración: lo de “Arjona” es el pseudónimo que Madero utiliza en su escritura espírita. Todas las frases en letras itálicas son citas escogidas de los textos mencionados]
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