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miércoles, 11 de noviembre de 2009

Muy bien formados

Por Adriana Candia

No podríamos decir que el camino de la casa a la escuela era la gran cosa, si al fin de cuentas la mayoría íbamos por voluntad de los adultos. Si por nosotros hubiera sido, muchos nos habríamos quedado en la cama hasta decir basta y luego hubiéramos disfrutado de los juegos, el tiempo libre y la falta de responsabilidades.
Así, que como cosa obligada, nos comenzábamos a preparar para la escuela con una noche de anticipación. Antes de dormir: nuestro uniforme limpio y bien planchado, con todo y corbata, colgaba muy cerca de la cama. A un lado, los zapatos “boleados” le hacían compañía a la mochila de cuero duro, amarillento y oloroso que a la mayoría de niños nos duró por los menos la mitad de la primaria.
Al día siguiente, sin importar la estación que fuera, un baño de agua tibia nos abría los ojos por la mañana y el desayuno caliente las ganas de comernos el día.
Salíamos de casa dispuestos a caminar o correr lo que fuera y aunque algunos cruzábamos hasta dos barrios para llegar a nuestro destino, sabíamos de memoria las mejores veredas para llegar a tiempo y aún divertirnos.
Bajábamos la loma corriendo para romper el aire con el rostro y no le permitíamos a nuestro cuerpo trastabillar ni perder el equilibrio con el peso de la mochila y la velocidad de nuestros pies; ni mucho menos distraerse con el eterno ladrido de los perros o los nuevos hoyancos que aparecían de a diario en el camino de barro.
Ya en lo parejo, en las calles pavimentadas, al primero que saludábamos era a don Ramón el de la tienda, quien tempranito abría a la luz la penumbra de su negocio. Luego, nos tocaba escuchar el traqueteo de la máquina tortilladora del señor Mata en la siguiente cuadra, con su aroma de maíz cocido que nos seguía por todo el trecho hasta dar vuelta a la derecha.
Eso, cuando queríamos pasar cerca de la mini cementera y oír el rugido de los “dompes” cargando o tirando arena y grava que el dueño del terreno explotaba del trozo de cerro que le había tocado tras su vivienda.
A veces me tocaba pasar por allí cuando María Elena salía para la escuela y en ocasiones, Lety, la que vivía un poco más adelante antes de llegar al baldío, también se nos juntaba y entonces el camino se hacía más alegre.
De aquel baldío misterioso que abarcaba una manzana inventé tal vez mi primer cuento, imaginando que entre los chamizos había nidos de serpientes y magias enterradas con algún conjuro que alguna heroína habría de deshacer.
Pero, generalmente cada tres o cuatro meses, el hechizo desaparecía en el sitio con la llegada de los jueguitos, sus luces que alumbraban hasta la medianoche y la música “sesentas” que repetían incansablemente hasta quedar grabadas en nuestra memoria con sus tonadas y la letra en un “Spanglish” inventado por nosotros. Al pasar por allí en las mañanas, camino de la escuela, aquellas baladas brotaban de nuestra memoria transformando los minutos en un sueño libertario.
Después de allí, no quedaba más que dar los buenos días muy rápido, a las señoras que de camisón largo y todavía con los tubos de plástico en la cabeza, salían a barrer el frente de sus casas.
El aroma de papel y cera que se movía con el aire alrededor de la escuela nos salía al encuentro a dos cuadras antes de llegar. Luego escuchábamos el barullo de los primeros niños que corrían adentro y afuera y era costumbre mirar como parte del paisaje, el colorido de las vendimias de naranjas, tostadas, dulces y jícamas que llegaban antes que el director.
En un minuto, todos los zapatos recuperaban el lustre con el que habían dejado la casa, las corbatas quedaban en su lugar y quedábamos resguardados tras el portón de lámina, sin más noticias extraordinarias en la fila que la nueva estampita de animales o personajes de Disney que había salido en tal o cual estanquillo.
Por la tarde, se repetía la historia del camino a viceversa; pero en verano cuando el sol resplandecía en la calle, la delicia era pasar por el puesto de las raspas, pedir un cono de frambuesa o de coco azul y alargar o acortar el camino hasta la última gragea de hielo.
En invierno, los placeres consistían en apurar el paso, ganarle al frío y con suerte, en el tiempo de las nevadas, encontrar nieve aún no derretida para entablar una lucha a bolazos y carreras, con la seguridad de que a unas cuadras, nos esperaba la calidez del hogar.
Seguramente por esos caminos también ocurrieron desgracias alguna vez: peleas a pedradas, tropezones y caídas, algún niño perdido por unas horas; pero jamás los signos de la guerra que a dentelladas de violencia le roban los buenos recuerdos a la nueva generación.

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