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martes, 19 de enero de 2010

Guardamemorias


INFORME BANDELIER
(II)

 Por José Manuel García-García

Noviembre de 1883.
Después de la primera entrevista, Bandelier le regaló a Ortiz un librito: Report on the United States and Mexican Boundary Survey, de William Hemsley Emory, publicado en 1857.
Por su parte, Ortiz le proporcionó a Bandelier el volumen Crónica de la Provincia del Santo Evangelio de México, compuesto por el reverendo padre Fray Augustín de Vetancourt, publicado en 1697. En realidad era sólo la cuarta parte del compendio del Teatro Mexicano de los Sucesos Religiosos. Pero la generosidad hacia el suizo tenía sus límites.
En el libro de Hemsley el padre pudo ver de nuevo la litografía del pintor francés Augustus de Vaudricourt. La pintura se llamaba «The Plaza and Church of El Paso del Norte». Era en color sepia. En el paisaje desértico, dominaba la iglesia de Guadalupe. Un monolito sin adornos con una pequeña torre independiente a la iglesia que hacía las veces de campanario. El conjunto era adornado con elementos pintorescos: gente saliendo de misa, jinetes a trote cruzando la calle Real de San Lorenzo, indios vendiendo sus mercancías en la placita invadida por las arenas del desierto. El conjunto no guardaba las debidas proporciones. Era una litografía apresurada. Apreciable por algunos detalles costumbristas: la bandera mexicana al fondo, en los límites del pueblo, sobre un poste que coronaba la muralla detrás de la iglesia. Una parvada de pájaros revoloteando sobre la iglesia, una pareja yendo a misa, cosas así… la pintura estaba fechada en 1850.
La imagen y el vino le despertaron nostalgias al padre Ortiz. En 1950, efectivamente, conoció a Vaudricourt que trabajaba como topógrafo en el equipo para establecer los límites internacionales entre Estados Unidos y México. Lo vio un par de veces. Después, el padre Ortiz supo que Vaudricourt había peleado con su jefe Bartlett; por fortuna, las litografías las había rescatado Hemsley y ahora allí estaban ante sus ojos.
Ortiz recordó también la guerra del 48, en la que él participó contra el ejército norteamericano. Han pasado 35 años, dos generaciones de mexicanos fronterizos. 35 años de la toma de la ciudad por Alexander William Doniphan; por 12 días la bandera norteamericana hondeó triunfante en la placita pública de Paso del Norte.
«Ahora», dice Ortiz, «tengo 70 años. Pero en aquellos tiempos podía usar mi rifle y defender mis propiedades. Usar mi armas, esas que me acompañaron en las campañas contra los bárbaros apaches, y contra los juaristas enemigos de la iglesia».
Para algunos (esto lo sabía Bandelier), el padre Ortiz era un político conservador, dueño de extensos terrenos en los tres estados vecinos. Terrenos donde laboraban familias de indios mal pagados. Para otros, Ortiz era el admirable administrador de una iglesia que había sabido enfrentar con mano férrea a los enemigos de Dios.

*

Antes de despedirse, Bandelier le leyó a Ortiz un pasaje de Alexander Von Humboldt: «Los habitantes de El Paso del Norte han conservado en la memoria de un acontecimiento muy extraño que sucedió en el año de 1752: Vieron quedarse repentinamente seca toda la madre del río treinta leguas más arriba y veinte leguas más abajo del El Paso: el agua del río se precipitó en una grieta nuevamente formada y no volvió a salir de la tierra hasta cerca del presidio de San Elizario».
El padre Ortiz escuchó el pasaje con atención. Observó el rostro blanco de Bandelier, sus ojos azules, curiosos, inquisitivos. No, el padre no sabía nada de grietas en el río Bravo. Han de ser leyendas indias. Algo relacionado con las leyendas herejes de aquellos tiempos. Los supuestos danzantes de la gran Kiva, cosas así.
Para borrar la mala impresión que podía haber dejado, Bandelier le leyó otro pasaje del mismo libro de Von Humboldt: «Las inmediaciones de El Paso son un país delicioso, que se asemeja a los sitios más hermosos de Andalucía. Los campos están sembrados de maíz y trigo, los viñedos producen excelentes vinos generosos que se prefieren aún a los de Parras de la Nueva Vizcaya, las huertas abundan de todos los árboles frutales de Europa como higueras, albérchigos, manzanos y perales». El efecto de estas palabras fue inmediato. Ortiz sonreía ante estas imágenes. Le interesó saber más del autor y de la fecha cuando había publicado esto. Bandelier le explicó de la gran contribución de Von Humboldt para dar a conocer el continente americano a Europa. El Paso del Norte descrito por el naturalista alemán era de 1803, a principios de siglo.
Ortiz volvió a reconciliarse con la idea positiva que tenía de Bandelier. Sabía de él que era suizo de nacimiento, alemán-norteamericano por educación, y que era un arqueólogo financiado por filántropos que admiraban las culturas indígenas del continente. Sabía también que Bandelier tenía 43 años y que se dedicaba a ir de pueblo en pueblo para entrevistar a los indios acerca de sus maneras de vivir.
«Vaya a entrevistar a Nico», le dijo Ortiz a Bandelier, «es uno de los últimos Mansos que viven en nuestra villa».

*

Noviembre, 1883.
En el mitote del 12 de noviembre Bandelier lleva 7 botones del sagrado hikuri. Nico dirige los matachines, uno toca el tambor, los matachines danzan en filas de tres, llevan el color del corazón de hikuri: el rojo. Para el padre Ortiz los indios sólo están ensayando para las fiestas a la virgen. Los indios toman discretamente aguardiente o mezcalito, mastican pinole. Al terminar la fiesta van al Barreal donde comen mole de guajolote y más mezcalito.
Los indios miran de reojo a Bandelier, en espera de que le arda la boca con el chile y salte pidiendo agua. Bandelier come, le gusta el mole, la compañía, el mitote.
En la noche los Manso rodean la casa de uno de los indios. Sólo entran los y capitanes y el invitado Bandelier. En el interior está hay un círculo pintado de cal. El círculo se divide en 7 partes adornadas de símbolos-fetiche.
El principal pertenece a un hombre vestido de blanco.
«Mira», le dice Nico a Bandelier, «el que te invito aquí no fui yo; fue éste, se llama Manuel, Manuel Huero».
«¿Es el curandero?», pregunta sonriendo Bandelier.
Todos fuman el «cigarrito de la risa». Uno de los capitanes trae el cántaro (que de inmediato reconoce Bandelier), Manu (así lo llaman), lo rompe y quedan en el suelo los botones del sagrado peyotl. La ceremonia se inicia, con cantos, el canto a la virgen, el canto a las águilas, el canto al cuchillo parado, el canto al peyote. La noche es larga.
La nación Manso no es fuerte. Este es su último mitote. El curandero les ha dicho que deben unirse a los demás pueblos, ser parte de ellos, aprender sus modos y lenguas. Quedarse a trabajar con ellos. Casarse con las mujeres de otras lenguas. Hasta que llegue el tiempo de los hombres verdaderos. A la flor le toca ser flor en primavera, le toca morir luego, dejar la semilla en lo profundo de la tierra. Hoy vamos a lo profundo de la tierra. Hoy a nosotros nos toca ser el origen, volver a ser la semilla. Guarden en sus corazones el canto de las águilas y el cuchillo y el peyote, llévenlo al altar de la virgen hasta que llegue el tiempo de la nueva primavera.
«¡Huero pendejo!» exclamó Nico. «Todavía es el tiempo de la guerra, todavía estamos aquí en la casa del sol, yo veo gentes, no semillas».

*

Noviembre,  1883.
Bandelier transcribe por un par de días informes de los Libros de Bautismos. Conversa con el padre Ortiz (que se muestra más amigable cada día).
Sale a buscar a Nico, no está en su casa. Busca al Huero, se ha ido a trabajar. Están contratando indios para terminar un nuevo tramo de vía férrea.
«El progreso», piensa irónico Bandelier.


*
Verano, 1684.
El nuevo gobernador de los Manso fue Diego. Convocó a los Mansos que vivían en todos los pueblos y rancherías de la región. Que fueran al pueblo del bravo Chiquito. Los Manso salieron de noche de sus pueblos y rancherías. Fueron al pueblo de Manso Chiquito.
Cruzate envió al genízaro Juan con una carta, que volvieran a sus pueblos.
Los Manso se negaron. Les habían matado mucha gente; les habían torturado mucha gente.
Los Manso iniciaron la danza de la guerra. Oyeron la voz del peyotl: unirse en la guerra, danzar en el círculo de la guerra, en torno al cuchillo parado de la guerra.

Los curandero hablaron de sangre, del río que se hundiría de nuevo para matar de sed a los invasores.
Que las tormentas de viento negro dejarían ciegos a los hombres blancos, que las enfermedades se comerían a sus hijos, que los zopilotes vinieran a limpiar las calles y los huesos de los que hablaban del dios cristiano, del rey de España, del poder del arcabuz y el rosario.
Las danzas se prologaron a pesar del calor de junio, con la ayuda del pinolito y el fresco mezcalito y el peyotl que adormecía le lengua de los danzantes.

Informado por sus espías, Cruzate atacó por sorpresa a los Mansos, quemó la ranchería de Chiquito, pero los indios habían escapado antes. Cruzate recibió a retaguardia una lluvia de flechas, él respondió con arcabuces. La batalla duró unas horas.
Cruzate regresó malcontento a El Paso, a reorganizar a sus hombres. A los prisioneros Mansos los torturó en la placita, frente a la iglesia de la virgen. Luego, ordenó ejecutar a los 8 jefes Mansos que había hecho prisioneros. Entre los muertos estaban: el gobernador Manso don Luis, Juan el Quivira, Diego y Chiquito (el último de los grandes guerreros Manso).
Eran las tres de la tarde del día 5 de agosto de 1684.
Sus cuerpos quedaron allí, colgados frente a la iglesia, por semanas, para escarmiento de los indios.
«¿Querían volver a su pueblo?, pues faltaba más, que se queden cuanto quieran, en el mero centro de su pueblo», dijo el gobernador victorioso.

La guerra entre Mansos continuó por meses. Hasta que los últimos guerreros fueron dispersados. Muchos murieron, pocos escaparon a río arriba, (o a Sonora o a la sierra de Chihuahua donde las tribus amigas siempre los ayudaron).


*

Han pasado 5 años desde la última visita de Bandelier a Paso del Norte.
Estamos ahora a principios de abril de 1888.
Bandelier sufre de terribles dolores de «ciática», apenas puede caminar. Se dirige de El Paso, Texas, a Paso del Norte. Nota lo verde de los sembradíos, la aparición de nuevos comercios y edificios. La transformación del pueblo. Ahora es un «pueblo mestizo», murmura el arqueólogo Bandelier.
El cura Ortiz, ahora más viejo: 75 años; lo recibe con amabilidad. Claro que lo atenderá bien: «usted será nuestro historiador estimado Bandelier, usted aclarará todas las mentiras hechas por enemigos de la iglesia». El arqueólogo suda, se duele de su padecimiento. Un ayudante recibe los legajos de los libros de casamientos que esa misma tarde Bandelier repasa y copia.
Una par de días después, Ortiz dispone, como la vez anterior, de un carrito de mulas para que lleve al arqueólogo al «Muladar» (el «Barreal»). Allí encuentra por fin a (Manu, Mano) Huero.
Informes de Manuel Huero: Nico se defendió de los policías, hirió a uno, escapó a Las Cruces, Nuevo México. Se llevó a la mujer de Manu. «A una de ellas», aclara Manu.
Siguen los informes: «Los Manso fuimos una nación que le dio guerra a los blancos. Se nos metieron por la fe y el trabajo forzado. Vivíamos en las sierras junto al río, y aquí en donde ahora está la iglesia de la virgen. Muchos de los nuestros quisieron irse rumbo a Las Cruces al rancho de un manso llamado Chiquito, pero los blancos los devolvieron amarrados y azotados. Tuvimos capitanes de guerra que resistieron a todo eso: Chiquito, Diego y don Luis para darte unos nombres, si quieres nombres.
«Los ancianos tenían tirria con la iglesia y sus mandamientos que eran difíciles de conocer y de seguir. Tenían tirria de haber perdido sus tierras, su libre paso por las tierras, su libertad de ir y venir detrás de las manadas de caza. Tirria de sentirse culpables por practicar sus propias creencias, sus propios rituales: castigados por los mitotes, castigados por danzarle, por cantarle a la voz de dios hikuri. Cansados de las leyes de dios y de los reyes y virreyes y ladrones de todo tipo de títulos que no dejaban ser ricos a los indios, ser nobles a los indios, ser humanos a los indios.
«A Diego lo colgaron en la placita que está frente a la iglesia de la virgen. A los demás prisioneros los obligaron a trabajar en las acequias, a desviarlas a sus propias conveniencias. Nos unimos a los apaches pero ellos querían sólo nuestras destrezas de guerreros y de espías para ellos. Los blancos también nos usaron para emboscar indios de otras naciones como al viejo Teporaca, el «Hachero», muerto y colgado en un árbol de Tomóchic. Los capitanes blancos quemaron campamentos nuestros, nos reubicaron varias veces, murieron muchos Mansos de hambre y de enfermedades, de privaciones pues, murieron cantidades. También el alcohol mató a muchos. Se atrevieron a usar el brandy con el hikuri sagrado, el espíritu de la región de la semilla se enojó con mucho. Ahora los que eso hicieron andan perdidos en la tierra, buscando la salida a la tierra de las flores. Andan en las tinieblas buscando la luz de la verdadera primavera.
«Yo soy cacique o «atsherehue», Nico es capitán o «tsherehuepama», al gobernador se le llama «tshamhuiimere», y al Manso, al hombre verdadero se le llama «tshahuiireue».
Ahora estamos dispersos, somos pocos y dispersos. Casi nada, casi nadita ya.

*

Bandelier le pidió a Manu que lo llevara a con el gobernador Manso, el «tshamhuiimere». Manu dijo que no, que enfermo no. Antes de despedirse Manuel Güero le dio un paliacate al arqueólogo; éste le agradeció el regalo y salió de la finca.
Después volverían a verse.

Bandelier tuvo que posponer sus investigaciones: la enfermedad no le permitió continuarla.
En la cena de despedida, Ortiz le propuso escribir una historia sucinta de Paso del Norte. Sería para el próximo año, cuando regresara. Llevaba el arqueólogo (entre otras cosas) la copia signada del «Auto de fundación de la misión de nuestra señora de Guadalupe de los Mansos del Paso del Norte de 1659».
La despedida, al día siguiente fue cordial.
En el camino, Bandelier encontró en su mochila el pañuelo de Manu: era un regalo de correspondencia: 14 botones del sagrado hikuri y una nota en español: «Esa es la semilla de nuestra historia, somos Pueblo Indio, pueblo que se desprendió del árbol de la nación de los Piros y mucho antes de los Hopi.





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