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martes, 7 de julio de 2009

El álbum


“La vecina de enfrente”

(para Gabriel y Jorge)

Porque doña Alejandrina ya no existe o por lo menos ya no vive en aquella casa de la loma, dejaré su retrato en la memoria. Su figura enorme y apretada dentro de unos vestidos floreados que siempre parecían quedarle pequeños.

Doña Alejandra vista desde enfrente por la ventana de la cocina de mi casa, subiendo y bajando penosamente las escaleras de adobe que mal habían construido para llegar al segundo piso de su hogar.

Yo era una niña y nunca me atreví a preguntar por qué diablos se les ocurrió construir su casa no solamente en la cima del cerro, sino todavía y osadamente, en la punta de una desfigurada loma. Después entendí que por aquéllos tiempos cuando llovía en Ciudad Juárez, no eran lluvias comunes, sino diluvios que arrastraban muebles, personas o casas enteras y por eso a tantas personas se les ocurrió vivir como cabras, montadas en los cerros, sufriendo nueve meses de cada año para gozar la seguridad de tres de lluvia, sabiéndose a salvo de los arroyos.

No sé cómo --tampoco-- la familia de doña Alejandrina pudo levantar una cocina y tres cuartos más en su segundo piso. El espacio no dio para más hasta allá arriba y los baños tuvieron que construirlos abajo, socavados entre la protuberancia del cerro y el piso de los dormitorios, por eso las bajadas y subidas continuas arriesgando el organismo por la estrecha escalera de tierra que no tenía otra seguridad que la carcomida pared del cerro por un lado. También allí, en la planta baja, había una especie de pequeño patio de tierra, sin una flor o un árbol, ni siquiera yerba mala, solamente el lodo que formaban los cubetazos de agua que doña Alejandrina tiraba a diario después de las lavadas que hacía con el lavadero de lámina y tres tinacos tan grandes que a veces les servían de chapoteadero a su prole.

Entré a su casa unas tres veces en mi vida y después de la emoción de trepar por los mal hechos escalones de adobe siempre encontré aquel peculiar olor a tortillas de harina cociéndose en el comal, mezclado con el de los frijoles refritos, siempre frescos, cocinados en los sartenes gigantescos que usaba doña Alejandrina para alimentar a su fila de descendientes. La cocina tenía lo esencial para sus necesidades: gabinetes de madera, estufa de gas con cuatro quemadores, un lavadero de trastes y en el centro, la mesa larga con sus ocho sillas, que ocupaban casi todo el espacio del cuarto. El olor a tortillas calientes había impregnado todo, los muebles, las paredes de tierra y las telas de manteles y servilletas; y es que el trigo, en las manos rechonchas y fuertes de aquella mujer se convertía en alimento para dioses.

Debí haberla visto a ella: fabulosa y tremenda rodando el palote sobre la tabla de madera prensada que usaba para el trabajo, volteando la naciente tortilla con una habilidad que ya la quisiera cualquier “chef” francés. En cuestión de segundos sus manos hacían una bola suave y maleable de masa, después una rodada y la bola de harina se alargaba, vuelta y otra rodada y el trozo largo adquiría el crecimiento y la redondez adecuada, luego en las manazas de la mujer una y dos vueltas mientras estiraba un poco y en otro segundo el chasquido de la gran tortilla cruda cayendo sobre el comal caliente.

Nunca supe si aquélla mujer tuvo tiempo alguna vez para hacer ésas otras cosas que hacían la mayor parte de las señoras de barrio: bordar o tejer, sembrar plantas. Yo tenía la idea de que cuando no estaba preparando las enormes tortillas de harina, estaba lavando ropa o dándole la tetera al más nuevo de sus hijos mientras escuchaba la radionovela “El ojo de vidrio”, o las canciones de “La rancherita”, seguramente sus únicas distracciones de entre semana.

Ésa era doña Alejandra cada día de lunes a viernes hasta las seis de la tarde cuando llegaba su marido y toda la cuadra era testigo del corredero de hijos que volaba desde diferentes casas hasta la suya, segundos antes de que don Pedrote asomara la cabeza, todavía vestido con su traje de obrero gringo, casco amarillo, caja de herramientas, “lonchera”, y un mono caqui con listas naranjas. Entonces cesaba todo, se hacía un silencio brutal en la casa de enfrente para dar paso en unos minutos al estallido de llantos de los niños, cinturonazos, corretizas, aullidos de dolor como fondo a los gritos de coronel, plagados de palabrotas de aquel jefe de familia. Doña Alejandrina, enorme y suave como sus tortillas de harina, desaparecía entonces de nuestra vista por el resto de la tarde.

© Adriana Candia

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