Bienvenidos

La apertura de este espacio, conlleva la intención de interactuar con los lectores de la revista Semanario del Meridiano 107, conocer sus opiniones, enriquecernos con sus comentarios y complementar nuestros servicios editoriales.
Este sitio se ve mejor con Firefox de Mozilla. Descarguelo haciendo click aqui.

miércoles, 22 de julio de 2009

Las maldiciones

Por José Manuel García-García

Eran inútiles pero espectaculares; memorables por el contexto dramático y la voz que subía a escala de grito y nudo de nervios: Vean a esa madre ofuscada lanzando un pedagógico y desgarrador dictum: “¡Ojalá te mueras! ¡Que te parta un rayo tal por cual…!” Pobre maldecido, ya está marcado. En poco tiempo morirá. Sin tiempo para arrepentimientos: la maldición es un asunto didáctico sólo para terceros:. Cambia ahora o te cae la maldición como al hijo del vecino. Ni para dónde correr.
Recuerdo (oh, tenaz imaginario social) aquel corrido-poema del siglo XIX que Oscar Chávez rescató, titulado simplemente Benjamín:

Un sábado día de raya, / Benjamín se fue a cobrar / y junto con sus amigos / se fueron a emborrachar. // Benjamín llegó a su casa, / su mamá lo regañó. / Pero Benjamín le dijo: / “el dinero lo gano yo”. // Su madre como enojada / una maldición le echó, / delante de un santo Cristo / que hasta la tierra tembló: / “Permita Dios hijo mío, / permitan todos los santos, / cuando bajes a la mina / te saquen hecho pedazos”. // Benjamín se fue a la mina / y no quería trabajar. / Y uno de sus compañeros / no lo quiso relevar. // Bajó el primer escalón, / el segundo se rompió / y otro de sus compañeros / en un paño lo sacó. / Vuela, vuela palomita / párate en aquel panteón, / donde ya está Benjamín muerto por la maldición.

La madre de Benjamín estaba harta de que el vástago se le embriagara; que se olvidara de mantener a su pobre mamá. Y vino la sentencia materna, esa que hizo temblar la tierra (augurio nada deseable en una mina) y que puso a Benjamín a trasudar una cruda de miedos: “No quería trabajar”. Luego dice la canción en un laconismo cien por ciento efectivo: al segundo escalón Benjamín cayó hecho pulpa, lo que quedó de él cupo en un paño. Ah, esas eran maldiciones y no amenazas pasalonas.
La maldición es verosímil por los imponderables que nos rodean. Por las coincidencias no causales pero aceptables como válidas. Quiero decir que una maldición en todo caso es posible pero improbable, y eso nos basta para aceptar que a Benjamín o a Felipe los alcance el mal hado, el mal destino y queden apenas con el tiempo de repartir sus bienes, como ocurre con el Hijo desobediente, otra de las canciones de maldiciones que se me vienen a la mente. Canción que escuché a los Alegres de Terán en el radio de aquella casona desamueblada, con fotos amarillas cubiertas con vidrios ovalados (ah, íntima nostalgia reaccionaria…):

Un domingo estando herrando / se encontraron dos mancebos / echando mano a sus fierros, / como queriendo pelear. // Cuando se estaban “peliando” / pues llegó su padre de uno: / “Hijo de mi corazón / ya no “peleés con ninguno.” / “Quitese de aquí mi padre / que estoy más bravo que un león / no vaya a sacar la espada, / le traspase el corazón”. / “Hijo de mi corazón / por lo que acabas de hablar / antes de que raye el sol / la vida te han de quitar”. // Bajaron un toro prieto / que nunca lo habían bajado / lo bajaron de la sierra / revuelto con el ganado. / Otro día por la mañana / el toro muerte le dio, la maldición de su padre en pocas horas llegó. // El caballo colorado / hace un año que nació / hay se lo encargo a mi padre / por la crianza que me dio. / De tres caballos que tengo hay se los dejo a los pobres / para si quiera digan: / “Felipe Dios te perdone”. / Lo que le encargo a mi padre / que no me entierre en sagrado / que me entierre en tierra bruta. / Donde me trille el ganado. / Con una mano de fuera / y un papel, sobre dorado, con un letrero que diga: “Felipe fue desgraciado”. / Ya con ésta me despido / con la estrella del oriente. / Esto le puede pasar /a un hijo desobediente

El padre era sin duda un señor poderoso, pero no logra hacerle entender a su hijo que la vida no es una película del Santo. Y además, ¡el hijo insulta y amenaza a su propio padre! Y no sólo eso, el mozuelo nos remonta a los viejos romances castellanos al sacar a relucir su espada. ¿Qué más? Entendemos que el viejo, saturado de rabia, no le queda sino derramar su hiel patriarcal sobre el hijo: “Yo te maldigo, morirás así y asá…” Y la maquinaria del nuevo destino ha echado a andar: el hijo morirá antes del amanecer. Lo enterrarán con una ¡mano de fuera! (La maldición es prueba de que el destino sólo obedece a la ira de los padres. El viejo Saturno devorando a sus hijos).
Existen otras maldiciones, que viene del dolor, del despecho, como aquellas maldiciones de Violeta Parra: “Maldigo del alto cielo / la estrella con su reflejo. / Maldigo los azulejos / destellos del arroyuelo. / Maldigo del bajo suelo, la piedra con su contorno. Maldigo el fuego del horno / porque mi alma está de luto. / Maldigo los estatutos / del tiempo con sus bochornos. / Cuánto será mi dolor”. En este caso, la maldición no busca mayor efecto que descansar el alma a punta de maldiciones. Ni el cielo se cae, ni las estrellas pierden su reflejo, ni el río sus destellos. El único evento es la maldición.
Ante tanta maldición, uno acaba, por un momento, en un vago existencialismo anti Nervo: “Amé, no fui amado, el sol achicharró mi faz. / ¡Vida, todo me debes! ¡Vida, no estamos en paz! ¡Que te cuelguen del dedito y te remojen en aguarras!”

No hay comentarios: