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viernes, 17 de julio de 2009

El álbum


“A correr”

Para Diego y Adriana

Por Adriana Candia

Estamos en los años setentas, en una calle cualquiera de Ciudad Juárez, de preferencia sin pavimentar, comienza a caer la tarde pero aún hay mucha luz, la del inconfundible cielo azul de nuestra frontera.

De una casa asoma la cara redondeada de un niño chimuelo. Luego, grita a todo pulmón: “¡Eh, Luisa, ¿van a salir a jugar, o qué?”. Luisa, la de doña Tencha, muy peinada de copete y cola, no responde, pero ya viene saltando en una pata, tratando de anudarse las cintas de los tenis con una mano, porque en la otra sujeta con dificultad un trompo y un bote con canicas: “¡Ahí vamos menso, tábamos acabando la tarea!”

En ese momento un puñado de niños, desde el que apenas puede correr hasta el que ya va a mitad de la adolescencia, salen de diferentes casas en toda la cuadra, vienen armados con cuerdas y canicas. La exaltación feliz en los ojos.

Por una orilla de la calle, en un pedazo de tierra que han aplanado y endurecido a pisotones, un grupo se acuclilla para jugar a “chidas” y mientras las canicas ruedan y golpean formando maravillosos dibujos de colores en el piso; el otro grupo ha comenzado la competencia para bailar los trompos. Los más pequeños, de pie haciendo valla, miran, miran.

Luego de unas cuantas “canqueadas” a los trompos; canicas rotas, gritos y risas, cambian todo por la roña. Ya para entonces han venido otros niños y las carreras contra el contagio se extienden por dos cuadras y varios minutos. Hay tropezones, varios caídos, otros más, raspados, y la emoción intensa de vencedores y vencidos por igual.

Ahora por el suelo de la calle se levanta una nube de polvo y el sol casi desaparece. Alguien ha sacado la manguera de su patio. A empujones, unos y otras se pegan a la boca de la manguera para refrescarse con agua, no solamente la garganta, sino la cara y los brazos; o ya con ganas de comenzar la guerra, la panza del chavo que tiene enfrente.

Otra niña jala una manguera de su patio y en un instante las armas pasan de una mano a otra sin quedar algún ileso. Para entonces la madre más cercana a la parvada, deja la cena en la estufa para gritonearles a todos y arrebatarles los objetos del delito.

Ahora la calle se llena de voces infantiles, que cantan al unísono. Tomados de la mano entonan aquello de “¡jugaremos en el bosque, mientras que el lobo no está…!”. Luego corren, ríen sudando.

Hasta el interior de las casas llegan las voces de “¡Doña Blancaes-tá cubierta, de pilaares, de oroy pla-ta, rom-peremos un pilar, para ver a Doña Blanca!”. Hay quijotillos escogidos por unanimidad porque son los peores para romper pilares y corretear a las niñas. Cuando comienzan “La víbora de la mar”, ya hay más de veinte niños en línea pasando bajo el puente humano, pero siguen llegando vecinos al llamado de la música.

La rueda de San Miguel, enorme y contrahecha, es imposible cuando la mayoría de los jugadores van de espaldas formando el círculo. De pronto, el más listo grita: “¡carro, carro!” y las rondas se dispersan hacia las orillas para dejar pasar a uno de los pocos vehículos que transitan por ahí.

El último juego, es Chinchilagua y arriba voy, si se cae la burra no pierdo yo/ Uno membruno/ Dos, patada y coz, Tres, etcétera y así hasta el diez o hasta que la pirámide humana se quiebra a fuerza del peso, o las risas y quejidos de los que están hasta abajo. Y antes de que haya una pierna rota, las sabias madres gritan: “¡A Cenaar, órale que ya se hizo de noche!”.

---¡Ey, nos faltó Naranja dulce!

---¡Mañana jugamos a mole, yo traigo mi cuerda! ©©

---¡No, no, primero a la liguita!

---¡Bueno pues, pero sin trampas!

La noche y el silencio son ahora los dueños de las calles, la luna viene subiendo plateada y redonda detrás de un cerro, pero seguro se acuerda de las risas de los niños.

Los demás, son recuerdos.

©Adriana Candia

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