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viernes, 8 de agosto de 2014

Crónica




Al  expropiador del petróleo

Le llamaban la esfinge de Jiquilpan porque nunca se reía
*La «nota» de El Diario fue que Cuauhtémoc y Javier aparecen sonriendo en la foto
*Ambos son adustos y secos. Uno, por herencia del padre; y el otro, por  soberbia intelectual
*Un 3 de octubre de 1961 por las «bolas» en las rodillas de Nicho, don Lázaro se rió a carcajadas
Por  Jesús González Raizola*

Me llega, por remitente anónimo, la página 10, sección Opinión, de  El Diario de Chihuahua, del domingo 6 de abril, a la que engraparon un papelito con el texto: «para que vea a su ahijadito Javier muy sonriente  en la foto abrazando a Cuauhtémoc Cárdenas».
Deduzco que el anónimo remitente es alguien que me conoce muy bien, por lo que yo desearía identificarlo para darle las gracias, de todo corazón porque ver esa foto y el texto del papelito anexo, me trajo gratos recuerdos de mi pasada estrecha amistad con Javier cuando era un niño, luego un adolescente, y también al principio de su exitosa carrera (¿burocrática?) política.
Verlos, en la foto, sonrientes y relajados, permitiendo Cuauhtémoc que Javier le eche su brazo derecho a la  espalda; vestidos informalmente, descorbatados, pero sobre todo, insisto, sonrientes ambos, me agradó que dos personajes realmente diferentes en sus ideas, en sus orígenes, se muestren alegres, lo cual verdaderamente me satisfizo, y porque ninguno de los dos es, de manera alguna muy risueño, me puse contento.
Cuauhtémoc, por herencia del padre, de siempre ha sido adusto, seco, hierático como era don Lázaro, quien pese a que lo caracterizaba esa imagen innata y su rigorismo en el trato con los pudientes, era noble, generoso, paternal con las clases populares, no se diga con los campesinos de todo México a los que trataba, y le tenían, cariño, respeto y afecto.
Javier por su parte desde niño ha sido ceñudo, muy formalito, «muy propio» diría el profesor Enrique Caracena, y desde que empezó a escalar las relevantes posiciones (¿burocráticas?)  políticas que ahora ostenta, se hizo más áspero, arisco y huraño, proclive a sonreírles sólo a los de «arriba»  y ver con parquedad inocultable a los de «abajo».
Sean como sean los dos  hacen agradable el momento de quien los vea en la foto referida publicada por  El Diario de Chihuahua, ya que la sonrisa,  cualquier sonrisa, reanima, fortifica, endulza, da confianza, genera alegría.
¿Por qué se rieron? ¿Qué se dirían? ¿Qué travesura política les provocó tan agradable sonrisa?  ¿Quién sería el del chiste festivo? ¿Serán en adelante, sonrientes para siempre? Ojalá, ya que tanta falta nos hacen las sonrisas.
Con este envío  anónimo afloró en mi memoria aquel inesperado momento de la mañana del 3 de octubre de 1961 cuando don Nicho Sánchez Lozoya, por mi humilde conducto, hizo que el señor general de división  don Lázaro Cárdenas del Río  se riera a carcajadas.
Fue en su casa de Sierra de los Andes número 605, Lomas de Chapultepec en la ciudad de México, Distrito Federal.
Don Nicho era un ex Dorado del general Pancho Villa. Veterano bien reconocido de la Revolución Mexicana.  Asimismo era uno de los cientos de miles de revolucionarios  olvidados por la propia Revolución. No tenía, no tuvo nunca, bienes de fortuna. Vivía con su familia de lo que vendía en un puesto de segundas en el Mercado de los Cerrajeros (sic) de ciudad Juárez.
Cuando don Nicho supo que el presidente Adolfo Ruiz Cortines (1952-58)  estaba dispuesto a acabar con el latifundismo y repartir las tierras a los mexicanos de origen campesino que las anhelaban, reunió a los Veteranos que vivían  en Juárez, formaron el Frente Villista División del Norte, y elevaron  la primera solicitud formal para la expropiación y reparto del latifundio de Santo Domingo, propiedad del señor William Louis Stevenson, que detentaba ilegalmente casi doscientas mil hectáreas, a menos de cien kilómetros del límite internacional, en el municipio de Villa Ahumada, estado de Chihuahua.
La demanda, obstaculizada por politicastros influyentes que siempre se opusieron al avance y consumación de la Reforma Agraria Mexicana que inició en serio el presidente Cárdenas (1934-40), no tuvo ningún avance durante el sexenio de Ruiz Cortines.
Cuando Adolfo López Mateos (1958-64) llegó a la Presidencia de la República acogió, con visos de más seriedad, los reclamos agrarios de todo el país, y  en el caso de Santo Domingo le propuso a don Nicho expropiar por cuenta del  gobierno federal, la mitad del latifundio y comprar, por el propio gobierno federal,  la otra mitad, para satisfacer las solicitudes de dotación de tierras que además de las originales del  Frente Villista  División del Norte habían surgido entre otros lugares.
El 24 de noviembre de 1960 López Mateos resolvió que Santo Domingo se afectara y repartiera, pero como el grupo  de don Nicho no era cenecista,  ni ugocemista, ni popular socialista, ni panista, ni priista;  la autoridad agraria federal y el gobierno estatal, manipularon a su antojo la dotación a favor de grupos integrados al vapor por la Confederación Nacional Campesina (CNC), oficialista, marginando a los solicitantes que encabezaba Sánchez Lozoya,  que eran los derechosos  legales por haber sido los primeros solicitantes formales de aquellas tierras.
Don Nicho no se cruzó de brazos. Peleó sus derechos, como él decía, «con la ley en la mano». Hizo reclamos. Gestiones sin fin,  hasta lograr, venciendo mil dificultades, que en la resolución de López Mateos quedaran incluidos sus seguidores  que formaron siete ejidos (ya les llamaba la Ley Agraria «Nuevos Centros de Población Ejidal ») .
Precisamente en una de esas gestiones estaba yo, enviado por don Nicho, en la ciudad de México, aquel 3 de octubre de 1961.
Me había dicho don Nicho: «Antes que nada llegando a México le lleva este sobre con unos escritos y dos cartas al general Cárdenas».
Y dicho y hecho. Bajé del autobús Estrella Blanca en la estación de Buenavista, a las ocho de la mañana, tomé el trolebús que me dejaría frente al Castillo; y a pie, llegué a las Lomas de Chapultepec  para entregar aquel encargo de don Nicho al general Cárdenas,  en su casa, amplia pero sobria. Jardín con árboles aguacateros. Se entraba, se entra por la calle de Andes (Sierra de los Andes) y hace esquina con otra calle que no recuerdo el nombre.
Me anuncié. Me identifiqué. Mostré el sobre que llevaba para el general Cárdenas. Me pasaron a una oficinita que era como la ayudantía.  Enseguida, en un local de mayores dimensiones, unas diez personas, entre hombres y mujeres, trabajaban en máquinas de escribir sobre sus respectivos escritorios. No era la casa, una residencia. Cierto, se veía que era realmente un lugar de trabajo.
Más allá otras oficinas. Las del ingeniero César Buenrostro, segundo de a bordo del general Cárdenas en la Comisión del Río Balsas, que atendía a varias personas con asuntos, precisamente de tal dependencia que pertenecía al organigrama de la Secretaría de Recursos Hidráulicos .
Mi espera no duró ni diez minutos. Un señor atento vino por mí. Me dijo: «Pasé por aquí».  Abrió una puerta. Era la de la oficina del general Cárdenas. Estaba de pie. Me tendió la mano. Le dí el sobre que le mandaba don Nicho, «Siéntese», me dijo. Y ocupé una de las cuatro sillas que tenía frente a su escritorio. Abrió el sobre. Sacó las hojas, las desdobló planchándolas con su mano sobre el vidrio del escritorio. Cogió los lentes. Conforme leía, volteaba a verme y decía: «Esto  ya va a salir»… «Están en buen plan los del Consultivo Agrario»… «Hoy en la tarde estaré en Los Pinos con el señor Presidente»… «Mañana iré a Torreón invitado por los ejidatarios de La Laguna que celebran el día 6 el 25 aniversario de la entrega de sus tierras»… «Ah que Nicho»…
Se refería, don Lázaro, sin duda a los contenidos de las hojas que le mandaba don Nicho. Y me lo comentaba con tales expresiones. Por lo cual supe que todo se refería a Santo Domingo. Y, por lo que expresaba, supe también o mejor dicho, confirmé allí que el general era el aliado más sincero, más convencido, más poderoso, de la justeza de la lucha sostenida por Sánchez Lozoya por tan largos años. Era amigo personal de don Nicho pero más amigo de los campesinos mexicanos. Y los solicitantes de Santo Domingo, a más de mexicanos, eran chihuahuenses.
Finalmente,  emparejó las hojas. Las engrapó. Las dejó encima del escritorio, que estaba limpio. No tenía papeles acumulados. Señal de orden; de disciplina; de eficiencia. Se puso de pie y yo también porque creí  que mi tiempo de había terminado, Pero no. Dio vuelta al escritorio y vino a sentarse en una de las sillas en donde yo estaba.
Me preguntó qué iba a hacer ese día. Le dije que iría al Consejo Consultivo agrario. Que estaría en Resoluciones Presidenciales. Que debía  hablar con los ingenieros Alcérreca y Varela  en el Departamento Agrario. Que estaría con don León  García  en Quejas de la Presidencia de la República para entregarle, también, una carta que le mandaba don Nicho.
Asentía con la cabeza, mirándome fija y escrutadoramente. Se ponía el puño cerrado bajo la barbilla,  como meditando. Y, de repente,  me preguntó:
            –¿Y cómo está don Nicho?
Le narré rápidamente, nerviosamente, que don Nicho, aunque ya muy mayor y por momentos agotado y cansado, seguía con entusiasmo  luchando por consumar   la posesión de los campesinos sin tierra en Santo  Domingo.
            –¿Y  de  salud, cómo anda Nicho?
Le contesté que bien, en lo general. Y que únicamente se quejaba de soportar, por momentos, «un dolorcillo» en sus rodillas.
            –¿A poco se golpeó las rotulas?
No señor, le dije.  Don Nicho dice que es el resultado de la bola que tiene en sus rodillas. En cada rodilla…
            –¿ Cómo que bolas. Qué clase de bolas. Tumores o qué?
No señor. Don Nicho dice que es la bola de años que pesan sobre sus rodillas.
Y el general soltó la carcajada.
Se reía con ganas. Ruidosamente incluso. A carcajadas.
            –La bola de años en las rodillas de Nicho…
Y otra vez. Ja. Ja. Ja.
Sacó el pañuelo y lo pasó por su cara. Seguía riéndose.
            –¿Así que Nicho tiene  una bola en cada rodilla?
Sí señor. Pero de años. Bolas de años. De muchos años. De su muy avanzada edad…
El general Cárdenas, ahora sí se levantó para despedirme. Me tomó del brazo. Cruzamos las otras oficinas. Y ante la ayudantía, me dio la mano en señal de despedida.
Antes de traspasar la puerta de varilla de fierro hacia la calle, oí que me llamaban. Eran el ingeniero César Buenrostro. El ingeniero Arturo Sandoval, El chofer Valente Soto.
            –Qué le dijo al Señor, que se ha reído tanto, como nunca–, me preguntó el ingeniero Buenrostro.
Se los dije y se rieron un poco, pero no a carcajadas como el general, no, ellos se rieron recatadamente y Buenrostro, que lo conoce desde que era un niño, pues su padre, don Efraín Buenrostro, fue el titular de la Secretaría de Economía y uno de los redactores del decreto expropiatorio del petróleo cuando don Lázaro fue Presidente, como en justificación a las carcajadas del general me puntualizó:
–Es que el señor conoce a don Nicho y lo estima tanto que le cayó en gracia eso de las bolas en las rodillas. Qué bueno que lo hizo reír tan alegremente. Hasta luego y gracias por haberlo hecho reír. Gracias. Hasta luego.
Era la mañana del 3 de octubre de 1961, hace 43 años.
*Premio Nacional de Periodismo 1973

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