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viernes, 22 de agosto de 2014

Crónica



Asalto a Echeverría
Por Jesús Manuel González Raizola*

Aurelio Páez Chavira Don Aure, director del diario Juarense La Crónica y presidente en turno de la Asociación Estatal de Periodistas Chihuahuenses AEPCH, frente al presidente de la república don Luis Echeverría Álvarez, al atardecer del 19 de febrero de 1973 en la sala Colima, en la casa principal de la residencia presidencial de Los Pinos, en la ciudad de México, al final del tercer día de trabajos durante cuyo lapso, a petición del propio Echeverría, diez y siete  miembros de la AEPCH allí presentes y encabezados por Don Aure, le habían expuesto a Don Luis y a los Secretarios de Estado por él convocados al efecto, los treinta y siete diferentes asuntos de índole federal y de nivel presidencial de la problemática estatal que la AEPCH había recogido en sus sesiones públicas mensuales, realizadas por todo el territorio de Chihuahua a partir de su fundación en Parral en 1970.
Con la voz amable, tranquila, que lo distinguió toda la vida y la permanente sonrisa en los labios que caracterizaba a Don Aurelio, le rechazaba esa vez a Don Luis el ofrecimiento múltiple que acababa de hacerle el Presidente de la República delante de todos los presentes, «para construirle a la AEPCH un edificio en la capital de Chihuahua, con unas diez o doce habitaciones tipo hotel para hospedar a los periodistas de la provincia estatal en sus estancias en Chihuahua, dotado de una biblioteca que contenga todo el material relacionado con el periodismo y la información pública en general; con sala para conferencias y audiovisuales; con auditorio y butacas hasta para doscientas personas; con cocina y comedor equipados; con un autobús para sus viajes por el territorio estatal o fuera del mismo; con dos o tres automóviles para que se movilicen los directivos;  con teléfonos con telex, y todo lo necesario, al amparo de un subsidio amplio, suficiente, del erario federal para sus gastos y mantenimiento».
 Visiblemente sorprendido, Don Luis escuchaba serio, como petrificado, las palabras de Don Aure, que le agradecía, en nombre de todos, su oferta de apoyo a AEPCH, pero que eso, le puntualizaba, «eso señor Presidente, no nos interesa. Se lo agradecemos, pero más le agradeceremos que todos los asuntos que hemos dejado en sus manos se resuelvan. Que se resuelvan de verdad. En serio. Lo demás, señor Presidente, con todo respeto le digo que no lo necesitamos. Cuando vamos al medio rural pernoctamos en las aulas escolares o a campo raso. Solventamos los viajes de nuestro peculio. En cada periódico y en cada oficina de cada asociado se aposenta la sede de  nuestra Asociación Estatal. No dependemos de nadie. No queremos tener compromisos con nadie. Ser así, señor Presidente, nos permite libertad para actuar, hablar, exigir, denunciar. Queremos ser nosotros mismos. Pero le agradecemos su ofrecimiento…»
Allí, el presidente Echeverría levanta su brazo y pone su mano derecha extendida casi pegada a la cara de  Don Aurelio, en un ademán similar al que los mordelones de tránsito utilizan para detener la circulación, para marcar un alto. Y don Luis, con su rostro sonrojado, remarcando con su gruesa voz cada palabra, y fijando sus ágiles, escrutadores ojillos en Don Aure pero también en todos y cada uno de los presentes, en un impresionante silencio, dijo lo siguiente:
                –No. No. No. No quiero que de ninguna manera, ni remotamente, vayan ustedes a darle otra interpretación a mi ofrecimiento y a mis palabras. Lo que  he dicho es absolutamente sincero. Es mi solidaridad de mexicano, no del Presidente de la república, a la labor social tan extraordinaria que ustedes realizan. Pocos periodistas hacen por México lo que ustedes hacen por Chihuahua. Lo prueba su preocupación porque yo conozca una problemática que sin ustedes yo ignoraría totalmente. Jamás esas cosas tan importantes que  ustedes me plantean  serían de mi conocimiento. Y eso yo lo valoro. Yo lo agradezco. Yo los considero, con esa actitud, como leales colaboradores del Presidente de México.  Y el presidente de México les ofrece esos apoyos sin condiciones. Yo les encarezco, yo les suplico, que no me mal interpreten. Y les pido, con toda emoción, que sigamos reuniéndonos, aquí mismo, cada año por estas mismas fechas si a ustedes  les parece, para ver qué tanto avanzamos en la solución de los asuntos que me traen, y me traerán otros seguramente de nuevo otros diferentes. Y así como estos tres días vimos esas cuestiones, que ya se fueron a las instancias correspondientes, les pido sigan siendo mis colaboradores en la forma que lo han hecho. Los espero aquí mismo y me quedo muy enriquecido por la dignidad de su comportamiento. Sigan pues, Arriba y Adelante.
Don Luis se puso de pie. Abrazó a Don Aure. Y a todos, nos dio un fuerte apretón de manos. En verdad muy fuerte, pues Don Luis era, es aún un hombre sano y fortachón. Y a cada quien nos repetía: «Nos vemos aquí entro de un año»… «Nos vemos aquí dentro de un año»… «Nos vemos aquí dentro de un año»… «Nos vemos aquí…»
Y sí, nos vimos, en Los Pinos, el siguiente año. Y el otro, cuando le faltaba sólo uno para concluir su sexenio. Pero…
¿Cómo y porqué fuimos y estuvimos esa vez tres días trabajando en Los Pinos con Luis Echeverría?
La respuesta está, sin nunca haberlo soñado ni mucho menos haberlo programado, en la colocación de la primera piedra  de los que hoy son los edificios de la Universidad de Ciudad Juárez, concretamente de la Facultad de Medicina, cuando el friísimo 28 de enero de 1973, en los terrenos baldíos aledaños al Lienzo Charro, Echeverría  acudía a cumplir una promesa que en su campaña electoral hizo a los Juarenses: construirles los edificios para la Universidad que funcionaba en sus carreras de Leyes y Medicina en lugares prestados o rentados, como sucedió el 13 de Octubre de 1968 en que su fundador y primer  Rector, Don Adolfo Chávez Calderón, con modesto y precario  mobiliario pagado de su bolsillo, en los locales ubicados atrás de auditorio Benito Juárez, por el Parque Borunda,  que en forma entusiasta le facilitó el presidente municipal , Don Armando González Soto , que simpatizaba con la iniciativa puesta en marcha por el ilustre abogados Michoacano pero ciudadanizado Juarense y Notario Público de gran solvencia económica, moral y profesional, de mucho y muy bien ganado prestigio en todos los medios del Foro, la Cultura, la Judicatura y la Educación  Media y Superior en la frontera Juarense.
                –«Vamos intentándolo» le dijo Aurelio Páez Chavira en su oficinita de director de La Crónica a González Raizola, que había llegado a Juárez ese día procedente de Chihuahua avisado, invitado realmente por Chávez Calderón  y por su esposa doña Gracia Pasquel, fundadora, también de la Universidad Femenina de Juárez, que estaban felices de que Echeverría venía a cumplir la promesa de candidato iniciando así la construcción de los edificios universitarios.
¿A qué se refería  Don Aure cuando decía: «Vamos intentándolo»?
A que, como varias veces lo habíamos comentado como un anhelo lejano de realizarse, los asuntos que tenía pendientes la AEPCH sólo se resolverían si los hacíamos llegar, en alguna forma no definida, al  Presidente de la República, y Páez Chavira sugería abordarlo «a la brava» para ello, ahora que se encontraba en Juárez.
A la AEPCH se le negó inclusión en las solicitudes de audiencia con el Presidente. No se le invitó a ninguno de los actos de la visita, Se le negaron los gafetes de periodistas porque ya se los habían entregado a los colegas de los periódicos, las radios y las televisiones «grandes».
Nosotros sabíamos que Echeverría andaba en plan de «apreturo», o sea que se dejaba acercar, y se acercaba, a la gente incluso al populacho, como descargo a la conciencia del 68.
Sabíamos que le gustaba escuchar, a veces hasta por largas horas, a quien o quienes le trataran asuntos de interés general, colectivos, sociales.
Sabíamos que si se le gritaba al pasar, volteaba y saludaba.
Sabíamos que si al ir en comitiva se le mostraba un papel en evidente deseo de que lo recibiera, lo recibía y decía «chaaas gracias».
Eso nos alentó cuando Don Aure dijo que el acto de la primera piedra universitaria sería a campo abierto, en los llanitos de los terrenos baldíos aledaños al Lienzo Charro, para lo que Don Aure sugería irnos temprano y ocupar lugares lo más próximos al sitio de la primera piedra, y allí en el momento que se juzgara preciso, gritarle y mostrarle el folder, con las tres hojas tamaño carta, escritas a doble espacio en máquina, que contenían la lista de treinta y siete asuntos cuya solución incumbían a su investidura.
                –«Vamos a intentarlo…» repetía Don Aure cuando ya en grupo salimos de La Crónica hacia el Lienzo Charro. Iban Mario López, Carlos Marentes, Jesús Antonio Pinedo, Eduardo Aguilera Álvarez, Gabriel Ríos Machado, Iraburo y García como fotógrafos y Yonécura que llevaba la grabadora.
Llegamos a las nueve de la mañana. Una hora antes de la programada para colocar la famosa piedra. Y el llanito ya estaba repleto de gente.  Miles eran los que tiritando de frío querían observar el histórico momento en que se iniciaba la construcción de los edificios universitarios. El vientecillo, muy levecito pero muy partidor de orejas y narices calaba hasta los huesos. Logramos colarnos hasta unos cuatro metros de donde estaba el trípode del que colgaba sostenida por un cablecillo metálico con rondana la piedra más famosa de aquel momento.
Y se llegó la hora. El rector Mario Ballesteros y el Presidente, puntuales, se agacharon, bajaron la piedra, y ya en el suelo, la rodearon con sendas cucharadazas albañileras del cemento batido que en una charola de madera estaba al lado, y un ensordecedor aplauso, gritos de júbilo, invadió aquel llanito por un tiempo bastante mayor que los cinco minutos.
Yo había sido designado por el grupo para hacerlo, y sin que cesaran los aplausos le grité, lo más fuerte que pude:
                –Don Luis: somos de la Asociación de Periodistas Estatales y traemos este folder con tres documentos para usted.
Volteó. Levantó el brazo como para que le diera la carpetita. Pero eran cinco metros de distancia lo que nos separaba, repletos de gente. No podíamos movernos. Y cuando vieron que se encaminó hacia nosotros, como por encanto la gente se abrió, llegó y tomó el folder, con las dos manos lo abrió y leyó el contenido. Como a los tres minutos, le pasó el folder a un joven militar que de inmediato lo metió a su portafolio, pero el Presidente, dándonos la prueba de que todo lo había leído, y arrugando la frente como si estuviera disgustado, empezó diciéndonos, no solamente a nosotros sino a todo el mundo que nos, que lo rodeaba, que eran miles, con elevado tono de voz.
                –Pero esos  asuntos son muy importantes como para tratarlos aquí. ¿Cómo tratarlos aquí? No. Aquí no. Son temas muy importantes. No. Aquí no podemos tratarlos...
Miró hacia el cielo. Se caló los lentes. Y repitió, temblando de frío:
                –No aquí no. Yo los invito a que vayan a Los Pinos y allí con calma vemos todos y cada uno de esos asuntos. Vayan unos veinte de ustedes…
Y al decir «vayan unos veinte de ustedes», le preguntó, a otro joven militar que ya tenía abierta en sus manos la libretita,  forrada en piel, de la agenda presidencial.
                –Que vayan a Los Pinos ¿cuándo?
Y rápido el joven militar de la agenda le responde:
                –El 17 de febrero a las siete de la mañana, Señor.
Dicha la fecha y la hora por aquel joven militar de la agenda, el Presidente agregó:
                –Ándenle. Los espero el 17 de febrero y desayunamos en Los Pinos y allí empezamos a ver todos esos asuntos que son muy  importantes. Aquí el general les mandará un avión que los traslade, a unos de aquí de Juárez y a otros de Chihuahua uno o dos días antes. Aquí les va a dar su tarjeta para que se pongan de acuerdo. ¿Quedamos?  Chass gracias.
Y si, el general era Don Jesús Castañeda Gutiérrez, jefe del Estado Mayor Presidencial que nos dio varias tarjetas, al momento que nos decía: «Nos ponemos de acuerdo. Nos ponemos de acuerdo».
Por eso estábamos, aquella tarde del 19 de febrero de 1973 en Los Pinos. Aquella tarde, tercer día de trabajos bajo la atención directa y personal del Presidente de la República, en que Aurelio Páez Chavira le rechazó el ofrecimiento de construirnos un edificio con todo y todo.  
Y por decisión  Presidencial  que esa misma tarde nos hizo saber a cada unos de los asistentes, volvimos a trabajar en Los Pinos al año siguiente, 1974, y al siguiente, 1975.
¿Cuáles eran los asuntos de la problemática de Chihuahua que llevamos ese 1973 a Los Pinos? ¿Y los de 1974? ¿Y los de 1975?
¿Quiénes éramos los periodistas pobres, independientes, que hablábamos con tanta confianza, con respeto mutuo, con el Presidente de la República?
A mi modesto juicio es bueno dar a conocer esas interrogantes en un nuevo articulejo porque allí están las acciones, el trabajo profesional, la vida activa como periodista de Aurelio Páez Chavira, que acaba de fallecer en Juárez el 26 de noviembre de 2013, pero que han trascendido para un muy largo lapso de la posteridad histórica.
*Premio Nacional de Periodismo, 1973

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