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viernes, 29 de agosto de 2014
Crónica
Así eran José
Alfredo Jiménez, Benjamín Licón y el pediatra Carlos Villamar Talledo
Memorias de Jesús
González Raizola*
Me dirijo a mi respetado amigo don Oscar Hernández Licón
para decirle que leí en su periódico Ayer
Deportivo de mayo de 2014 un
espléndido texto biográfico sobre don José Alfredo Jiménez en el que se indica es de la autoría de Héctor
Javier Almanza Bustillos, y eso me hizo recordar con mucho gusto un gesto de
generosidad que en el año de 1959 tuvo don José Alfredo para con el Hospital
Infantil de Chihuahua que dirigía el reconocido pediatra doctor Carlos Villamar
Talledo, mismo que años después fue Rector de nuestra aún NO autónoma
Universidad de Chihuahua.
Yo trabajaba como
reportero de El Heraldo, miembro de la
cadena de periódicos García Valseca, que se ubicaba en la Calle Aldama esquina
con Calle 15, frente al monasterio que estaba precisamente atrás del templo de
San Francisco, en pleno corazón del Chihuahua de entonces.
Entre mis fuentes
informativas, que debía visitar a diario, se encontraba el Hospital Infantil
con modestas instalaciones pero con un personal tan responsable de su deber,
que Villamar recibía felicitaciones de muchas casa de salud de ese nivel debido
a que trascendían las muy atinadas curaciones, intervenciones quirúrgicas,
rehabilitaciones físicas, etcétera, de la máxima calidad profesional, que
recibían allí los niños –y la niñas, como petulantemente se dice ahora – que
llegaban a ese lugar con su salud deteriorada.
Los reporteros de
aquella época, repito, tenían como obligación no eludible conocer a fondo sus
fuentes informativas, a grado tal que su
presencia constante en ellas les permitía conocer sus realidades, sus
adelantos, sus proyectos, su carencias, a las que no era ajeno el Hospital
Infantil y eso agobiaba a Villamar que siempre se proponía como meta,
multiplicar la eficacia de aquella institución de salud a su cargo.
El Hotel Hilton,
ya no recuerdo si en el piso 4 o en el 5 contaba con un elegante y enorme
recinto, acondicionado al efecto para albergar reuniones multitudinarias, que
unas eran de esparcimiento, saraos
sociales, actos culturales, pláticas y conferencias de elevado nivel, recepciones y banquetes políticos, etcétera,
llamado Salón Panamericano en el que cada mes se realizaba un suntuoso baile,
con cena y variedad, que contrataba personajes artísticos destacados del mundo
del cine, del radio, del teatro y de la televisión, casi siempre de la ciudad
de México pero también de Europa y de los Estados Unidos.
Aquella vez el
Hilton anunció que al evento mensual correspondiente vendría el cantante nacido
en Chihuahua Miguel Aceves Mejía, quien al decir del doctor Villamar era su
amigo de adolescencia y de juventud, por lo que con esa confianza y la muy
conocida solvencia económica de ese artista me pidió, que a su llegada al
aeropuerto, le solicitara la donación de un pulmotor, incubadora u oxigenador
que requería el Hospital, porque de los cuatro con que contaba, unos de hecho
ya no era eficiente, como se requería apara atender, debidamente, a los niños sietemesinos o los
que nacían con deficiencias orgánicas respiratorias.
Debo aclarar que
el inolvidable maestro periodista, don Benjamín Licón de la Rosa, Jefe de
Redacción del El Heraldo, me ordenó
reportear, también, y crear la columna llamada Aeropuerto, junto con los
fotógrafos Jesús Berumen y Chencho Villalobos, yendo a diario, a la llegada del
avión de Aeronaves de México, procedente de la capital del país, a las once de
la mañana, hasta el aeropuerto que era nuevo, casi recién inaugurado, a
fin de detectar entre los viajeros a
quienes pudieran darnos información de interés general según el rango de la
actividad comercial, empresarial, agrícola, ganadera o política a que se
dedicaban.
Llegó, pues,
Miguel Aceves Mejía y cuando al bajar de la escalerilla del avión le hablé para
darle el recado de Villamar, ni siquiera volteó a vernos, iba casi corriendo, y
así me dijo que él no venía a regalar cosas, venía a una actuación artística
importante, y que no se explicaba porque Villamar le mandaba el recado conmigo,
pues debería dirigirse a su representante en México.
Claro que cuando
le informé al doctor Villamar se puso triste y pude escucharle que musitó:
«Fuimos muy amigos de chicos, pero ya se le subió la fama a este cuate…»
Mese después,
creo que por diciembre de ese mismo 1959 el Hilton anunció que vendría a
actuar, en su famoso Salón Panamericano el compositor nacido en Guanajuato, y
ya de mucho renombre, José Alfredo Jiménez, y el doctor Villamar, que sabía que
yo iba todos los días a la llegada del avión de México, me pidió que repitiera
la petición ante el guanajuatense.
Con todo el respeto que le tenía, le dije que
no lo haría. Que aún me dolía la humillación que me hizo Aceves Mejía. Y que en
este caso, sin ser el presunto de Chihuahua, bien podría despreciarme tan feo,
tan vergonzosamente como aquel lo hizo. Y le reiteré que esta vez no podía
complacerlo. Que en cualquier otra forma estaba yo dispuesto a solidarizarme
con él para obtener el pulmotor, pero no pidiéndoselo al tal José Alfredo
Jiménez.
Esa tarde, cuando
llegué a la Redacción del El Heraldo y antes de que me pusiera a escribir mis
notas informativas del día, me llamó el Jefe de Redacción, don Benjamín Licón
de la Rosa, para decirme:
–Jesús Manuel:
dele a José Alfredo Jiménez la petición del doctor
Villamar, quien quite y peguemos el chicle.
¿Qué le cuesta? Usted va a tener que hablar con él de todos modos. Hágalo no por Villamar, ni
porque yo se lo ordeno sino por los niños del Hospital Infantil de Chihuahua.
Dígale y explíquele que el pulmotor es muy necesario. Usted ya sabe cómo
hacerlo. Pero no se le pase.
Es cierto, me
disgustó, en principio la orden de Licón.
Pero sus últimas
palabras, en las que se refirió a los niños, a los niños enfermitos en el
Hospital Infantil, me convencieron de que a don Benjamín de la Rosa no podía
escabullírmele. Era mi Jefe. Yo le conocía su ternura humana. Disfrutaba de su
cariñosa amistad. Disfrutaba de su cariñosa amistad. Pero también le conocía si
inflexible exigencia para que se cumpliera, y hacer cumplir sus órdenes en el
trabajo periodístico.
Así que, no me
quedaba de otra que hablar con José Alfredo Jiménez, deduciendo por evidente,
que Villamar le había dicho a Licón mi resistencia al efecto, pues eran grandes
amigos, como era Licón de todo mundo, y que Villamar le había pedido a Licón
que por su alta jerarquía me obligara a realizar aquella entrevista.
Bajaron todos los
pasajeros del avión pero no apareció el señor José Alfredo Jiménez. «Si, me dijo una azafata:
faltan dos personas que aún se
encuentran en cabina. Pero ya van a salir».
Por alguna razón
quiso el compositor de Guanajuato bajar al
último.
Con pasos lentos
dejaba arriba cada escalón de la escalerilla.
Lo encontré. Le
dije lo que tenía que decirle. Se detuvo. «Espérame en la sala», le dijo al
señor, bien trajeado, que le acompañaba y que llevaba colgando de sus brazos
dos pequeñas pero finas maletas. Se acercó a nosotros. Me puso su mano derecha
sobre mi hombro izquierdo. Su aliento era marcadamente alcohólico. Su rostro
mostraba barba incipiente pero visible. Su guayabera blanca parecía ajada y
medio sucia. Daba la impresión de que era
todo él ojos y oídos suyos para nosotros. Y luego, calmadamente empezó a
propinarme un verdadero machetazo a caballo de espadas mediante un prolongado
interrogatorio:
–¿Dice usted que la petición la hace el Hospital Infantil?
–¿Dice usted que
ese aparato puede resucitar a un niño enfermo?
–¿Dice usted que
el Director del Hospital le dijo que me lo pidiera?
–¿Está muy lejos
del Hotel Hilton, donde estaré hospedado, el Hospital Infantil?
–¿Podré ir hoy
mismo ir a conocer ese hospital Infantil?
–¿Ustedes me
llevarían, digamos dentro de dos horas al Hospital?
–¿Entonces los esperaré
a las dos de la tarde, ahorita son las once y media, en el lobby del Hotel
Hilton para ir al Hospital Infantil
En eso llegaron
varias personas , los directivos del Hotel Hilton, para recibirlo y
trasladarlo, como huésped y como visitante distinguido, y yo corrí al primer teléfono
público en los pasillos del aeropuerto a darle, con detalles, la buena nueva al doctor Villamar.
–¿Y ahora qué
hacemos?, me preguntó, como niño ingenuo, como dudando de que Jiménez iría allí, a con Villamar, dentro de poco menos de
dos horas.
En auxilio a su
sorpresa le dije a Villamar que lo llevaríamos primero a recorrer las
instalaciones del edificio. Que daríamos tiempo suficiente para que conociera a
detalle el área de las incubadoras. Que terminaríamos en la oficina del
director. Que se le ofrecería un vaso con agua. O un café. O que, con suma
sutileza, Villamar le preguntaría: ¿O prefiere un traguito, señor Jiménez?, para lo cual
Villamar mandaría comprar, de inmediato, una botella del mejor tequila que hubiera en Chihuahua. Y que
entretanto, le mostraría los dos
catálogos de equipos e instrumental para hospitales que Villamar tenía en su
escritorio, en los que venían, ilustrados con fotografías a color los precios
respectivos, varios modelos de incubadoras, que vendían, que trasladaba e
instalaba personal especializado de aquellas casas fabricantes de tales equipos
en los Estados Unidos.
A las dos,
Chencho y yo, en su carrito chevy 1952, recogimos a don José Alfredo que ya nos
esperaba en el lobby del hotel Hilton.
Era otro.
Pulcramente aseado. Bien afeitado. Con una guayabera de fibra de henequén de
Yucatán blanquísima y finísima, en la que resaltaban las rayas en las mangas de
un minucioso planchado. Olía, ahora a un agradable aroma de loción que se
aplicó al rostro después de rasurarse.
Ya frente a la
puerta del Hospital, preguntó «¿Qué es allí?» Cuando vió la fachada y las
torres del Santuario de Guadalupe. «Vamos,
primero, yo entro y salgo del templo en menos a de un minuto» Y fuimos,
en el carro de Chencho hasta la mera puerta pues no estaba cerrada la calle de
entre el Santuario y el Monumento a la Madre, como ahora.
Ya en el Hospital
se hizo todo lo previsto.
Con uno de los
catálogos en la mano, le preguntó al doctor Villamar cuál de aquellos aparatos
sería el más adecuado, el más útil, el que más le conviniera al Hospital
Infantil, y al decírselo Villamar preguntó cuánto era en moneda mexicana la cantidad en dólares que
allí se indicaba.
–Son setenta y
cinco mil pesos, señor Jiménez, le dijo Villamar.
El compositor se
levantó del asiento, de la bolsa izquierda trasera del fino pantalón negro que vestía, sacó la
chequera. Hizo el cheque, pero al ir a entregarlo a Villamar, advirtió que Chencho ya apuntaba
su cámara para tomar la foto de ese importante y singular momento.
–No vaya a tomar
ninguna foto–, le dijo a Chencho. –Y
usted– , me dijo a mí, – no vaya a publicar ni una sola línea de este momento.
Estas cosas yo las hago de corazón. Yo no las hago por publicidad. A mí me
sobra la publicidad. Estas cosas las hago de corazón, y con más corazón cuando
se trata de ancianos y de niños. No las hago con afán publicitario o de
publicitarme. Las hago porque me nacen del corazón. Le pido no vaya a divulgar
lo hecho en este momento. Pierde Valor. Pierde autenticidad. Yo estoy aquí
porque me prometí a mí mismo venir a
hacer esto cuando oí que se trataba de niños enfermos, hijos de familias
muy necesitadas. Por favor, ni una foto ni una línea escrita. Por favor…
Luego, le dijo a
Villamar: «Este cheque es del mismo banco que está aquí en contra esquina del
Hotel Hilton. Preséntelo mañana, pues ya dan servicio los sábados. Y si hay
algún problema vaya por mí al cuarto 114 del Hotel Hilton y yo hago que se lo
cambien, que se lo hagan efectivo.
Chencho y yo lo
llevamos al hotel. Ya presentíamos un
mal rato por no llevar
las fotos y yo por llevar la prohibición de don José Alfredo para no
escribir «ni una línea», como él dijo.
Y tal cual lo
imaginamos así sucedió.
Don Benjamín
Licón se puso rojo de coraje, enfurecido, cuando le dijimos que no llevábamos
ni foto ni nota informativa. Le ganaba a don Benjamín su celo profesional, su
calidad de periodista completo, como ya no los hay en la actualidad, por eso
ante él, ante una falla en el trabajo para el periódico, era imperdonable, era
un delito, era algo que don Benjamín no justificaba con nada ni por nada.
Diez días de
descanso obligado, sin salario, nos aplicó don Benjamín a Chencho y a mí, por
aquel incumplimiento del deber de trabajo que para don Benjamín no tenía explicación
ni justificación alguna.
Así era, así eran
ellos. Así era don José Alfredo Jiménez. Así era don Benjamín Licón de la Rosa.
Así era el doctor Carlos Villamar Talledo. Los tres, de memoria imborrable. De
recordación eterna.
Jiménez ayudó,
sin quererlo y sin saberlo, al gobernador Teófilo Borunda, quien no había
autorizado ni la compra del pulmotor no otros requerimientos del Hospital
Infantil, porque las finanzas del
gobierno estatal estaban muy quebrantadas.
Así eran ellos.
*Premio Nacional
de Periodismo1973
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