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miércoles, 22 de julio de 2009

El álbum

Las tropas de entonces

Por Adriana Candia
Para Oriana, para Roberto Miguel

Eran miles, no lo sé, pero a eso de las seis de la mañana anunciaban el día como los gallos. Salían bañaditos, olorosos a colonia, bien vestidos, de acuerdo a su oficio y casi siempre dejaban el hogar cuando los niños todavía dormían. Lloviera o tronara: unos a pie, otros de a camión o carro, pero antes de las ocho de la mañana ya habían llegado al Puente Internacional Santa Fe y estaban cruzando a El Paso para continuar a los talleres, a las tiendas de servicios o a la Placita de los Lagartos donde esperaban el bus para alcanzar otros centros de trabajo.
El sastre que cosía casimires en el sótano de la Casa Blanca, bajaba la loma de su colonia, corriendo como una aparición: nunca nadie lo vio sin su sombrero de ala corta y plumita, el impecable traje gris y los zapatos bien lustrados que hacían pensar a muchos, cómo nunca los empolvaba.
La cajera que pasaba ocho horas tras un mostrador del Kress apenas podía mantener el ritmo y la compostura con su falda entallada y los tacones mientras sorteaba los charcos o las banquetas rotas de su colonia, apurada por tomar el primer camión para el centro de Juárez.
El carpintero de la Bella Vista iba a buen ritmo rumbo al puente, ataviado con overall, casco, botas de cuero y sus instrumentos principales en una caja de lámina. A veces en el camino se le juntaba el electricista y el mecánico. La hermosa recamarera del Ramada, prendidita de pies a cabeza para rabia de sus compañeras chicanas, se llevaba los piropos desde la avenida Juárez hasta la calle de El Paso.
De mi barrio salía una vendedora, un obrero de la construcción, una sirvienta, un conserje, un sastre; dos segunderos especializados, uno dedicado exclusivamente a la compra de televisores usados y el otro a la madera. También estaba el pintor, la obrera de la Farah y una mesera.
Algunos de ellos habían protagonizado historias que apenas recuerdo: una señora desmayada a medio puente en el verano; un trabajador que se quedó extras en invierno y de regreso en Juárez ya no encontró camión para su casa, llegó caminando en la ventisca, medio congelado y cuando tocó la puerta de su casa, estaba medio muerto; o la muchacha a la que se le quebró un tobillo por andar de zapatillas en tiempo de tolvaneras…
A veces llovía a cántaros, a veces nevaba, pero la naturaleza no impedía que aquel ejército de hormigas comenzara el día de buen humor y si por alguna causa yo tomaba un camión al centro bien temprano, podía escuchar las conversaciones animadas, casi siempre sobre la amabilidad o la prepotencia de tal o cual oficial de la migra en el puente.


Por las mañana, entonces, los camiones de aquella hora olían a perfumes de avon, a chanel número 5, o a old spice, según el oficio de los obreros y servidores allí reunidos, pero al final, era un olor a limpio, a esperanza y dignidad, porque cada uno de esos trabajadores sabía muy bien que el día de la quincena llevaría un sueldo a su familia.
Ya en El Paso la historia cambiaba para esos soldados, había que sudar la gota gorda, sobarse el lomo, y aguantar los humores del manager, comer de prisa, a lo gringo, en veinte minutos, con suerte tomarse un breic de cinco para un café o una soda, o simplemente estirar las piernas y seguir atendiendo clientes, martillar, cortar, cocinar, limpiar, ayudar al mantenimiento de la otra ciudad, la que nos ayudaba a nosotros a vivir mejor.
De allá, nuestros padres traían pequeños objetos de moda, nimiedades para la cocina o los juegos de sus hijos. En nuestras casas de adobe había suficiente zest y pasta dental, carnes frías, cerámicas lustrosas, matamoscas coloridos, leche borders, manteca morrell, nueces, castañas y dulces que se compraban por libra, palomitas con miel; duraznos y atún enlatados, crackets del marinero y galletas de animalitos en cajitas con dibujos de jaulas. Los huevos por caja y el carichis eran de obligación.
Y si nos portábamos bien, con suerte el día de pago nos llevaban a ver los lagartos en la plaza y comíamos en El Paso con nuestro padre en un restaurante. Pedíamos una grandísima copa de nieve Tres marías, que al final un adulto tenía que terminarse; o un atractivo zumo de naranja con cereza encima y una hamburguesa con pepinillos.
De las humillaciones, cansancio y extenuantes jornadas de ocho horas de trabajo que sufrían los adultos de lunes a sábado, sabíamos poco. A pesar de todo eran envidiados por los que aún no arreglaban la mica.
Con los sueldos y luego las jubilaciones de aquellos hombres y mujeres, miles de nosotros tuvimos un hogar, o estudiamos una profesión, aunque lo mejor de todo fue el aprendizaje: Los de allá y los de acá nos necesitábamos por igual.
Después vendría la Nielsen a Juárez y su prole de maquiladoras, después otros ejércitos.
Yo me quedo con los míos, con esos hombres y mujeres que ganaban un dólar con el sudor de su frente y la constancia en un trabajo honesto.

1 comentario:

un juarense que vivio tranquilo dijo...

Recuerdo a esa tropa, gracias por traerla a mi memoria, señora Candia.