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sábado, 19 de diciembre de 2009

El álbum

Nieve

Por Adriana Candia

(para Marco A.O., que sabe de inviernos)

¿Qué sabrán y que dirán de nuestros placeres los europeos, los sudamericanos o los chilangos que nunca pisaron el desierto juarense en invierno? Yo, recuerdo:

El cielo azul turquesa rayado de rosa en una mañana tibia de invierno y en el patio, a mi madre, con el “sueter” arremangado frente al tendedero y su voz pronunciando la certera premonición: “Va a nevar esta tarde” y así, con el presentimiento por delante iniciar el engranaje de acciones en que participaba toda la familia para estar preparados antes de que cayeran los primeros copos de nieve. Nunca se equivocaba.

Lo primero era proteger del congelamiento a las tuberías externas de los servicios, con telas y plásticos enredados como traje de momias. En segundo lugar siempre estaban las casas de los perros y gatos. En ese momento las toallas y trozos de alfombra que habían estorbado todo el año en diferentes rincones de la casa, entraban en acción y en unos minutos convertían a las frías cajas de madera en confortables refugios para las mascotas que dormían en el “porche” pero todavía afuera.

En ese orden de protecciones, en tercero estaban los árboles y las plantas que vestíamos de la cintura para abajo o del tallo hacia arriba con plásticos asegurados con las tiras de las medias deshilvanadas de mi madre que también habían sido guardadas por meses y que hasta entonces parecían solamente un signo más de las costumbres por “apapachar la miseria”, pero que en aquel momento revelaban la sabiduría de la matrona que siempre pensaba en todo.

Luego, venía una de las experiencias más agradables antes de la nevada: el mandado a la leñería hasta donde caminábamos por unos diez minutos o más para abastecernos de buenos leños para la estufa que en el centro de la casa calentaba como la mejor de las chimeneas. El establecimiento era un baldío cercado de madera y láminas, que uno podía respirar como a una enorme caja de Olinalá. El maravilloso aroma del aserrín que cubría los pisos era como un baño de bosque para mi, niña del desierto que veía tantos y enormes árboles vivos solamente en las vacaciones del verano.

Mientras mi padre conversaba con los encargados para escoger los mejores trozos de madera hasta copetear su carretilla, yo me dedicaba a curiosear por todo el local en los sitios a donde mi nariz y mi vista me llevaban. Hasta hoy es otro de los misterios de mi vida la respuesta a aquella pregunta que me hacía en las visitas a la leñería. ¿Cuánto y cómo habrían viajado para llegar a nuestra ciudad los centenares de árboles que perdieron su paraíso para dormir ahora allí, como una cosa muerta? La cantidad de robles, cedros, pinos; ramas, troncos y tablones pesadísimos con su corazón añejo todavía pintado como una herida de amor; carne dura aún con la savia derramada entre la corteza; texturas como animales cubiertos de espinas, delicadezas que daba gusto acariciar y extraños y pálidos maderos fuertes, pero bofos como esponjas que eran mis preferidos para meter de contrabando en la carretilla antes de la pesa del cobro porque eran los mejores para construir sillones y mesas para mis muñecas.

A veces, efectivamente la nevada comenzaba a las horas de la luz y el tiempo quedaba suspendido en alguna parte del universo. Los niños permanecíamos atrapados en la ventana, como encantados con el fenómeno que ocurría frente a nuestras miradas. Primero las briznas albinas y pequeñas que se derretían al instante de caer al suelo y luego, los gordos copos, fuertes de nieve consistente, que poco a poco iban cubriendo el cielo como cortinas mágicas y acumulándose abajo en todas las superficies que tocaban. Entonces, nos entraba una excitación alegre, como un motor interno que nos hacía brincar y movernos rápido, buscar excusas y pretextos para salir al patio y sentir la nieve.

Nos permitían salir unos momentos, pero todos sabíamos que había que tener paciencia, porque lo mejor siempre nos esperaba al día siguiente, cuando contrario a las predicciones de los adultos, nos despertábamos más temprano que de costumbre esperando encontrar nuestra ciudad transformada. Tres pulgadas de nieve afuera hacían el milagro: Por arte del fenómeno meteorológico desaparecían de nuestros barrios las casas de paredes descarapeladas, las calles sin pavimento, los basurales que cada colonia tenía en algún predio abandonado y la luz era entonces una luz cegadora intensamente blanca, como todos los objetos del paisaje.

Todo era perfecto: nuestros barrios en las lomas, despreciados todo el año, eran lo más bello de Juárez durante las nevadas. Las casas pobres humeando por los techos regordetes de nieve que brillaban a la luz del sol; los árboles cubiertos de escarcha y aquella blancura cubriendo las lomas le daban un encanto navideño que los vecinos de otras colonias se aventuraban a visitar solamente para mirarlo.

Los trabajos obligatorios que traía la nevada, no eran tan terribles. Los que teníamos que ir a comprar petróleo para los calentones que usaban este combustible, salíamos de casa con regocijo entre la ventisca, abrigados con lo que cada uno tenía, pero siempre como lechugas de hojas apretadas, camiseta sobre camiseta, suéter sobre suéter y al final una chamarra o un abrigo, doble calcetín, guantes, bufanda y gorro. Al aire solamente nuestros ojos para no perder el suelo.

No había mayor delicia que enterrar cada pisada en esa alfombra helada y crujiente y abrirse camino con la pericia de la experiencia y algunas veces con el auxilio de un bastón improvisado. Ya sabíamos que había que hacer colas y que de regreso teníamos que cambiarnos desde los calcetines dobles hasta los botines, pero si encontrábamos amigos en el expendio del petróleo, podríamos tener una guerrita de bolazos o ya de perdida levantaríamos un buen mono con ojos de piedra y nariz de palo. Antes de regresar, tumbarse en un espacio virgen y hacer angelitos de cara al cielo, sin importar la buena congelada que nos dábamos.

A eso de las doce, venía lo mejor: los niños comenzábamos la búsqueda de láminas viejas y lisas, cartones gruesos que cubríamos con hule, tablas, cualquier cosa que pudiera resistir nuestro peso y deslizarse por las lomas. Había carreras de deslizadores improvisadas, peleas y discusiones por los objetos del disfrute, caídas y desbarrancadas, resbalones y uno que otro raspón, pero sobre todo risas, carcajadas, la felicidad en la que no era necesario invertir ni un centavo.

Subíamos hasta la punta de las lomas decenas de veces, las que fueran necesarias, hasta que el cansancio o el frío nos vencía, pero no había perdedores, todo el que se había reído salía ganando en aquellas contiendas.

Entrábamos de regreso a nuestra casa exhaustos, hambrientos y con el regocijo estampado en las mejillas coloradas. Por los cuartos y cerca de la estufa o los calentones, íbamos dejando zapatos, calcetines, guantes, gorros, chamarras o abrigos mojados con la esperanza de que secaran pronto, antes de nuestra siguiente incursión a la nieve. En la mesa, mientras rememorábamos lo mejor de la guerra, cada cucharada de sopa caliente, chocolate o té nos sabía a maná. Para muchos niños de barrio eso era lo mejor que podían esperar de las vacaciones de invierno…. Y en verdad, siempre fue lo mejor.

©Adriana Candia

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